Cuando
escribimos, si lo hacemos, procuramos poner orden donde no lo hay o
belleza donde hay fealdad u ordinariez, como antes se decía, o
buscamos un gramo de bondad o, en todo caso, que, al contar lo que de
otro modo quedaría olvidado o permanecería indiferenciado,
nosotros, el yo que escribe, no salga del todo malparado. No paso a
menudo por esa calle, es una calle funcional, de paso, sombría,
pero, incomprensiblemente, llena de mesas y sillas en terrazas, una
calle de restaurantes, todos
orientados al norte porque al otro lado está el patio de un colegio
de primaria y edificios de
viviendas sin bajos susceptibles de acoger negocios. Es una calle
estrecha y oscura,
donde el sol apenas llega cuando abatido ya en la primera hora de la
tarde rinde algunos destellos desde la plaza en que la calle
desemboca o nace.
Suelo pasar por ella a la salida del banco, cuando voy a retirar
efectivo del cajero que gobierna la esquina entre la plaza y la
calle, atento
a sortear las mesas y sillas de las terrazas. En
la calle estrecha, apenas
queda espacio
para ver lo que normalmente es invisible, el fluir de la vida, la
novedad, lo que sucede pero que nuestra mirada aletargada por la
rutina apenas ve. El radar de
la percepción ya lo había
almacenado en
los días pasados, pero ha sido hoy cuando, al
pasar a su lado, lo he visto
sin remedio. En realidad de
soslayo. Un hombre asentado en los años, de pie, vestido de payaso,
gorro azul,
la cara blanca,
los labios rojos, el blusón
rojo, los pantalones ajedrezados.
Bolsones coloridos en
el suelo. Las miradas se han
cruzado un instante, la suya se ha hundido de
inmediato, yo la he desviado,
avergonzado. No he
podido ver cómo recoge
las limosnas,
¿en un sombrero, en
una caja, en
un trozo de papel en el
suelo? No
sé si era una de esas estatuas vivas,
que simulan un decorado
artístico en la calle, disfrazando
la avergonzada mendicidad, o
un hombre perdido o un mendigo sin más.
No estaba inmóvil, estaba
pendiente, arrinconado entre
la cristalera del banco y la puerta de un restaurante, vertical,
desgarbado. Nada
podía comparársele en tristeza. He seguido por la calle sombría. Me he dado la vuelta, a lo lejos, para tratar de comprender. Cómo
es que, al menos.
no se ponía al sol, por lo menos eso, por qué no escogía un lugar
al sol. ¿Tenía que haber dejado unas monedas? No lo sé. Esa
incomodidad. Este ayuntamiento es progresista, muy progresista, con
un discurso muy social. La burocracia de lo social cada vez es mayor.
¿Cuánto del presupuesto se lleva? ¿Cuánto toca a repartir entre
los hombres pobres? ¿Quién se ocupa de los pobres hombres? He
ido a la biblioteca, he consultado, pero la imagen del payaso no me
abandonaba. Cuando la mañana se acababa he vuelto a pasar por la
calle sombría con la intención de descifrar algo,
pero el hombre ya no estaba. Un
poco más tarde, a la entrada del Mercadona, tres hombres de edades
diversas, me daban los buenosdías y a los que salían, buenfindesemana. Estos sí que estaban al sol. ¿Tengo que darles
dinero? ¿Tengo que comprar víveres y dejárselos al salir? ¿Qué
es lo social? ¿Dónde va el presupuesto de lo social? ¿De qué se ocupan los trabajadores de los social?
domingo, 27 de enero de 2019
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