domingo, 27 de enero de 2019

Social


           Cuando escribimos, si lo hacemos, procuramos poner orden donde no lo hay o belleza donde hay fealdad u ordinariez, como antes se decía, o buscamos un gramo de bondad o, en todo caso, que, al contar lo que de otro modo quedaría olvidado o permanecería indiferenciado, nosotros, el yo que escribe, no salga del todo malparado. No paso a menudo por esa calle, es una calle funcional, de paso, sombría, pero, incomprensiblemente, llena de mesas y sillas en terrazas, una calle de restaurantes, todos orientados al norte porque al otro lado está el patio de un colegio de primaria y edificios de viviendas sin bajos susceptibles de acoger negocios. Es una calle estrecha y oscura, donde el sol apenas llega cuando abatido ya en la primera hora de la tarde rinde algunos destellos desde la plaza en que la calle desemboca o nace. Suelo pasar por ella a la salida del banco, cuando voy a retirar efectivo del cajero que gobierna la esquina entre la plaza y la calle, atento a sortear las mesas y sillas de las terrazas. En la calle estrecha, apenas queda espacio para ver lo que normalmente es invisible, el fluir de la vida, la novedad, lo que sucede pero que nuestra mirada aletargada por la rutina apenas ve. El radar de la percepción ya lo había almacenado en los días pasados, pero ha sido hoy cuando, al pasar a su lado, lo he visto sin remedio. En realidad de soslayo. Un hombre asentado en los años, de pie, vestido de payaso, gorro azul, la cara blanca, los labios rojos, el blusón rojo, los pantalones ajedrezados. Bolsones coloridos en el suelo. Las miradas se han cruzado un instante, la suya se ha hundido de inmediato, yo la he desviado, avergonzado. No he podido ver cómo recoge las limosnas, ¿en un sombrero, en una caja, en un trozo de papel en el suelo? No sé si era una de esas estatuas vivas, que simulan un decorado artístico en la calle, disfrazando la avergonzada mendicidad, o un hombre perdido o un mendigo sin más. No estaba inmóvil, estaba pendiente, arrinconado entre la cristalera del banco y la puerta de un restaurante, vertical, desgarbado. Nada podía comparársele en tristeza. He seguido por la calle sombría. Me he dado la vuelta, a lo lejos, para tratar de comprender. Cómo es que, al menos. no se ponía al sol, por lo menos eso, por qué no escogía un lugar al sol. ¿Tenía que haber dejado unas monedas? No lo sé. Esa incomodidad. Este ayuntamiento es progresista, muy progresista, con un discurso muy social. La burocracia de lo social cada vez es mayor. ¿Cuánto del presupuesto se lleva? ¿Cuánto toca a repartir entre los hombres pobres? ¿Quién se ocupa de los pobres hombres? He ido a la biblioteca, he consultado, pero la imagen del payaso no me abandonaba. Cuando la mañana se acababa he vuelto a pasar por la calle sombría con la intención de descifrar algo, pero el hombre ya no estaba. Un poco más tarde, a la entrada del Mercadona, tres hombres de edades diversas, me daban los buenosdías y a los que salían, buenfindesemana. Estos sí que estaban al sol. ¿Tengo que darles dinero? ¿Tengo que comprar víveres y dejárselos al salir? ¿Qué es lo social? ¿Dónde va el presupuesto de lo social? ¿De qué se ocupan los trabajadores de los social?

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