Mary
Shelley tuvo la suerte de vivir en una encrucijada, el fin de un
mundo y el comienzo de otro. La revolución científica e industrial
alumbraban una época nueva no sin que muchos añorasen la seguridad
del pasado y sus sombras. Algo parecido nos sucede ahora. También su
vida fue un nodo en una red con muchas tiranteces, la principal el
conflicto entre idealismo y realidad. Era hija de dos intelectuales
potentes, William Godwin, un librero a quienes muchos consideran
padre de las ideas anarquistas del
librepensamiento, y Mary
Wollstonecraft, quizá la pionera
en reivindicar los derechos de la mujer. Las contradicciones entre
ideal y realidad no las pudo verificar Mary Shelley en el caso de su
madre porque murió diez días después de su nacimiento, sí en el
caso de su padre, divulgador del amor libre pero censor de su
relación con el poeta Percy B. Shelley. Mary Shelley era jovencísima
cuando concibió su obra mayor, entre los 16 y los 17
años, años de creatividad, sobre todo para el impulso poético. En
ese periodo conoció a Percival
y a lord Byron, dos poetas brillantísimos que tenían encandilada y
escandalizada a partes iguales a la sociedad inglesa. Sus
vidas, entreveradas de poesía, estaban dando origen a un movimiento
que arrastraría a Europa por caminos inexplorados durante los siglos
siguientes, el romanticismo. Mary Shelley estuvo en el centro de ese
huracán y supo ver sus contradicciones porque le afectaron
personalmente. Byron era un poeta ególatra y tiránico, Percy B.
Shelley antepuso sus pasiones a sus responsabilidades, abandonó a su
mujer y a su hija para vivir su pasión con Mary. Un reguero de
muertes prematuras,
incluidas las suyas,
sigue a estos dos hombres desbordados de pasión.
Cuando
en el verano tormentoso de
1816 este grupo de románticos ingleses, reunidos en la villa
Diodati,
junto al lago Leman,
bajo el frío y la lluvia que
les impedía salir de casa, como consecuencia de la violenta erupción
explosiva del volcán Tambora, en Indonesia, deciden
crear cada uno una obra con fantasmas, Mary Shelley concibe a una
criatura hija de la revolución que estaba teniendo lugar, la
criatura del doctor Frankenstein. La autora tuvo en cuenta la
electricidad y el galvanismo, el miedo a la novedad y las vidas que
ella y sus amigos estaban viviendo. Los
excesos tenían consecuencias, lo que el hombre podría crear por su
afán de dominar la naturaleza podía devenir en catástrofe, la
pasión desbordada podía hacer infelices a los hombres. Mary Shelley
creó una figura poderosa que encendería la imaginación popular.
Algo parecido hizo Polidori, el secretario de Byron, que aquella
noche creó en su relato al vampiro. Durante un tiempo, ambos fueron
ninguneados, se creyó que los autores de aquellas obran eran Percy
B. Shelley y Byron respectivamente. Polidori acabaría suicidándose.
A Mary se le reconoció el mérito.
La
película traza esas confluencias, se detiene en las vidas románticas
y desgraciadas de ese grupo de creadores, las sitúa en la época,
quizá demasiado nocturna y con muchas sombras, exagerando los
contrastes. No es una película complaciente, quizá sí instructiva.
Otra cosa es cuánto hay de
la Mary Shelley real
en esta película. Su Frankenstein es un documento de época y
responde a los temores y desasosiegos de la sociedad que entonces se
alumbraba. Mary Shelley dio en el clavo y por eso su creación ha
permanecido. Ahora necesitamos renovar los mitos, o crear nuevos,
como por ejemplo el Nexus 6 de Blade Runer, para expresar nuestros
temores y desasosiegos. El monstruo del doctor Franskestein nos
parece algo antiguo y ajado, como el vampiro de Polidori o el
de Bram Stoker, y los
intentos de revitalizarlos
nos parecen estetizantes más que adecuados a nuestro tiempo, como
los sucesivos Dráculas, sin embargo la figura de Mary Shelley, su
peripecia, su voluntad creativa, su vindicación como mujer si que
parece acomodarse
a la necesidad de este tiempo.
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