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Sólo te pido un favor, que al final del camino, no me encuentre a la
mujer sonriente de cara de luna
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Eso está hecho
El
salón era rectangular, las paredes limpias, la luz que atravesaba el
ventanal tan poderosa que parecía que no fuese tan grande como era
en realidad, el recorrido por su superficie intrincado entre los
objetos dispersos que remitían a los viajes de una larga vida a los
más lejanos lugares de la tierra. Ambos personajes daban los últimos
toques al atrezzo. El más alto acomodaba la extensión capilar a su
izquierda, el más bajo hidrataba la piel inusitadamente lisa. Había
sido un pacto de odio mutuo, se malquerían tanto que decidieron
mutar el uno en el otro. Las alturas eran disparejas, las espaldas,
ancha la una y encorvada la otra, los ojos pequeños y grandes, las
manos, la longitud de los brazos diferentes, lo de menos fue la voz,
como las dos eran impostadas, les fue fácil dar con la del enemigo
desde los primeros ensayos.
Ya
bajaban, el del traje azul por el ascensor, el de la coleta por las
escaleras, de dos en dos. Los hombres de negro no se inmutaron cuando
el encorvado, ahora con rostro lampiño, se dirigió a la puerta
trasera del sedán. El más alto con coleta se dirigió a la boca del
metro. En la plaza del Reina le esperaba la multitud, Hemos
ganado, gritaba. Levantó los brazos desde el escenario e hizo
que el micrófono vibrara con la vieja canción: Tachún tachún,
tachún.
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