lunes, 10 de septiembre de 2018

Secreto de confesión




           Suelo tomarme un café a mitad de la mañana para leer tranquilamente los periódicos en la planta de arriba de una cafetería, cuando estoy en esta parte del cuadrante noreste. El ambiente suele ser silencioso, apenas turbado por una música de fondo. Esta mañana, mientras pasaba los ojos por la intrascendencia del teólogo de guardia de El País (están volviendo al periódico casi todos los que se daban por amortizados en la anterior etapa), ha llegado una pareja y se ha sentado enfrente. Han empezado a hablar de los niños, extraescolares, la cuota mensual, una cuenta en común. Yo procuraba aislarme pensando en los misterios del secreto de la confesión y en aquella película de Hitchcock , Yo confieso, que alimentó en mi adolescencia el respeto por la consistencia secular de la Iglesia Católica (¿cómo si no dura y dura esta organización secular?). Los contendientes se han dio calentando, ella agresiva, él a la defensiva (‘Lo único que te importa es el dinero, no tus hijos’. ‘Eres una manipuladora’). También lo recuerdo así, aunque nosotros no discutíamos en público. Ha ido subiendo el tono, hasta el punto de que se me ha hecho insoportable ser testigo de una discusión a la que no había sido invitado. He dejado a la mitad la lectura de Bedoya, he recogido mis cosas y he abandonado el campo de batalla. Al otro lado de la sala, un hombre ha levantado los ojos de la pantalla de su ordenador y ha buscado mi mirada, pero yo no he mudado mi gesto neutro, entre otras cosas para no trasparentar mi vergüenza ni compartir ningún reproche moral. Ese hombre, antes de la llegada de la pareja, había levantado una voz recia para recriminar a tres personas, que se entendían en alemán, que se adueñasen del aire del lugar que pertenecía a todos: estaban jugando con distintas melodías de aire español para ponerlas como tono en el contestador del móvil. 

            La cabina de un avión, la antesala de una consulta, la plaza, la cafetería. Antes bastaba la mirada atónita de un extraño para sentirnos desnudos. ¿Nos estamos volviendo tan insensibles como para no distinguir lo privado de lo público, el espacio neutro de todos de la intimidad que corresponde a cada cual? ¿Por qué no nos avergüenza exhibir nuestras flaquezas, porque no las sentimos como tales, porque ya no hay confesores, porque estamos aterrorizados? ¿Ya no hay extrañeza o necesitamos testigos para hacerles partícipes de nuestra orfandad?

         El buen Bedoya, mientras tanto, no era capaz de distinguir entre el secreto de la confesión y esto:
Imaginemos esta escena. Una niña acude a confesarse. Peccata minuta: faltas pequeñas. El cura la despide con un padrenuestro de penitencia, pero la niña no se marcha. “Hay gente que espera”, apremia el confesor. La niña musita: “Es que papá me obliga a hacer cosas”. No confiesa un pecado, relata un infierno. ¿Está obligado el sacerdote por el sigilo sacramental que el Código de Derecho Canónico califica de “inviolable”? ¿Todo lo que ha escuchado por boca de la pobre víctima debe mantenerlo en secreto? ¿Deberá acudir a la policía? He aquí la cuestión”.

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