En
la segunda parte de su imprescindible, La actualidad innombrable,
Roberto Calasso recoge testimonios de escritores en el periodo 1933 –
1945. Desde mi punto de vista, el más notable es una comunicación
de Élie Halévy en una sesión de la Société Française de
Philosophie, el 28 de noviembre de 1936, titulada La era de las
tiranías.
“La Revolución Rusa, nacida de un momento de revuelta contra la guerra, se ha consolidado, organizada en las formas del ‘comunismo de guerra’ durante los dos años de guerra con los ejércitos aliados que van de la paz de Brest-Litovsk a la victoria definitiva de los ejércitos soviéticos en 1920. Un rasgo nuevo se agrega aquí a los que habíamos ya definido: A causa del colapso de los anarquistas, de la total desaparición del Estado, un grupo de hombres armados, animados por una fe común, decretó que ellos mismos era el Estado: de ese modo, el sovietismo es, literalmente, un fascismo”.
Señala
Calasso: Sin necesidad de recurrir a ponderadas teorizaciones sobre
el totalitarismo -sin ni siquiera la necesidad de usar esa palabra-,
Halévy había individualizado, en su breve comunicación, los dos
rasgos que unían con vínculos indisolubles lo que estaba sucediendo
en Rusia, en Alemania y en Italia. Ante todo, la presencia de
‘minorías operativas’ (la fórmula es de Mauss) alojadas en el
interior de un partido, que se vuelve la instancia última y el único
actor eficaz (el Estado, en este punto, era solo la cobertura).
Podían llamarse ‘vanguardias revolucionarias’ o ‘fasces de
combate’ o SS y SA. En todo caso, eran el lugar mismo de las
decisiones efectivas, de las cuales no se debía rendir cuentas a
nadie. El segundo rasgo era lo que Halévy definía, con laconismo
involuntariamente irónico, ‘la organización del entusiasmo’:
dos palabras que bastaban para evocar, instantáneamente, como en un
destello, las ceremonias en el estadio de Núremberg, los desfiles de
la Plaza Roja y el Foro Itálico, así como los carteles que
mostraban al ‘hombre nuevo’, en sus variantes masculina y
femenina, y los cuadros y frescos de Sepp Hilz, Deineka y Sironi”.
Halévy
sabía diferenciar lo que sucedía en los países en cuestión, pero
veía lo que tenían en común:
“En cuanto a la forma (y me parece que todos admitimos ese punto), los regímenes son idénticos: Se trata del gobierno de un país por obra de una secta armada, que se impone en nombre del presunto interés del país interior, y que tiene la fuerza de imponerse porque se siente animada por una fe común”.
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