Detenerse
en lo ridículo de plantar cruces en las playas o llenar los balcones
de pancartas es inútil, como inútil es constatar la falta de un
referente en la realidad de las cruces mismas, no hay muertos que las
sustenten, ni crimen ni violencia que las justifique, lo
significativo de los lazos amarillos es la señal de pertenencia que
emiten a una comunidad que sin ellas se diluiría, se disgregaría en
miles de ciudadanos que volverían a su condición secular de
individuos sin causa, a seres otoñales que caen como hojas en la
insignificancia de una sociedad indiferenciada. Mientras tanto cruces
y lazos cohesionan a una sociedad que devuelve a los cuerpos unidos
la sustancia divina perdida que permite mantener la ilusión de
pertenecer a una comunidad mística. No muy diferente, de hecho, a lo
que sienten otras comunidades dentro de la sociedad secularizada en
la que vivimos: islámicos, comunistas, vegetarianos, animalistas.
Rescata
Roberto Calasso en La actualidad innombrable esta cita de
Durkheim:
“En resumen, la sociedad no es de ningún modo el ser ilógico o alógico, incoherente y fantástico que algunos gustan muy a menudo de ver en ella. Todo lo contrario, la conciencia colectiva es la forma más alta de la vida psíquica, ya que es una conciencia de conciencias. Colocada fuera y por encima de las contingencias individuales y locales, solo ve las cosas en su aspecto permanente y esencial, que ella fija en nociones comunicables. Al mismo tiempo que ve desde arriba, ve a lo lejos: en cada momento del tiempo abraza toda la realidad conocida; por eso solo ella puede suministrar al espíritu las clasificaciones que se aplican a la totalidad de los seres y que permiten pensarlos”.
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