April Ayers Lawson |
En
la vida real cuando conversamos y pensamos al mismo tiempo tratamos
de fijar el espacio y el tiempo, pero también nuestra evolución en
ellos. Lo que decimos en una conversación no responde necesariamente
a lo que sucede en nuestra mente. Siempre hay más de lo que decimos.
Cada uno de nuestros actos -hechos y dichos- es uno entre mil
posibilidades. La memoria acude con los recuerdos fragmentados y
experiencias. Los guionistas o los autores reducen y simplifican,
hacen que sus personajes se muevan en una única dirección, a lo
sumo dejan un sobrentendido sobre una realidad alternativa, sobre una
posibilidad diferente a la que nos presentan en primer plano. Sin
embargo, lo que sucede en nuestra mente mientras interactuamos con
los demás parece inatrapable, incluso por nosotros mismos cuando
pensamos en nosotros mismos. Quizá, solo cuando abrazamos a la
persona que queremos dejamos que descanse la mente. El abrazo nos
adormece y con la fusión del calor que emiten los cuerpos nos basta.
El resto del tiempo la mente esta en danza. Cuando nos aproximamos a
la mujer que nos atrae ya estamos pensando en otra o en otras
mujeres, en los inconvenientes, en la despedida. Por debajo de la
emoción del acercamiento el cerebro calcula los costes. No es un
afán perfeccionista, el creer que nos merecemos algo mejor, sino la
suma de experiencias o el miedo a dejar de ser libres, la pérdida de
otras posibilidades, la frustración por no ser lo que la otra
persona piensa que somos o todo junto y mucho más. A muchas personas
esa ingesta de emociones contrapuestas les lleva a la soledad,
incluso al suicidio o a la sobreactuación, probando una suma ingente
de papeles para cada ocasión. Sé que hay seres que no se complican
la vida y resuelven de una vez la cuestión sentimental: eh, nos
casamos, para toda la vida, y hacen que su cerebro se ocupe de otras
cosas, aficiones, trabajo, compasión por los sufrientes. Es como si
el hombre libre estuviese gafado para la vida. Qué ciencia puede
describir el pensamiento, las emociones y los sentimientos en directo
en el océano de la mente. Las humanidades apenas están en la época
de Linneo de dar un nombre a las cosas de la mente. Los científicos,
en la fase de los circuitos eléctricos y la química del cerebro.
Las películas y las novelas no han llegado al technicolor, siguen
siendo bidimensionales en su intento de comprender el comportamiento.
Los novelistas siguen siendo imprescindibles.
En
Vulnerabilidad, la autora ensaya con una mujer y tres hombres.
Todos están relacionados con el arte, es decir, con la
representación. La autora cede los trastos de la narración a la
mujer, no escribiendo sino mostrando todo o casi todo lo que sucede
en su mente mientras interactúa con los demás. Deja a un marido,
que en sus ratos libres hace esculturas fallidas, en casa, para
acudir a una cita con dos hombres en Nueva York. El que la ha
invitado en un pintor de murciélagos que la decepciona cuando se
encuentra con él por primera vez, el otro es un marchante por el que
quiere ser seducida pero al mismo tiempo no serlo, porque de algún
modo siente una cierta fidelidad por el pintor que la ha invitado.
También su marido está presente en su pensamiento. La narradora
revela el maremágnum de sus emociones, la justificación de sus
decisiones siempre contradichas, la valoración cambiante de lo que
tiene delante. Vulnerabilidad, que
más que un relato es una novela corta, es el intento de
mostrar la complejidad de lo que somos. Aunque hay más.
Por
ejemplo, la atracción y repulsión hacia un mismo hombre. Los
cuadros que la narradora ofrece al marchante para que la represente
son de hombres extraños que va encontrando y que se parecen al
hombre que había abusado de ella cuando era pequeña. “Cuando me
convencía de que el sujeto no era él, una sensación depredadora se
apoderaba de mi y me empujaba en la dirección al hombre, al que
sorprendía y engatusaba para que me permitiera dibujarlo y
fotografiarlo”. Nueve hombres habían posado para ella, en bares y
en habitaciones de hoteles. El final del relato es el largo encuentro
sexual con el marchante, donde actúa la memoria de lo ocurrido
tiempo atrás, la atracción y la repulsión por esos hombres y por
el marchante. Para salvar la complejidad la autora divide en dos la
voz de la narración en esas páginas finales, la de la pintora con
la conciencia escindida del propio cuerpo y la de un narrador neutro
en tercera persona, intentando unir la memoria rota y confusa, en
concentradas elipsis, de las situaciones vividas con aquellos hombres
con lo que está sucediendo con el marchante. Sólo entonces se
entiende que lo
que está exhibiendo esa conciencia escindida es un trauma. No sé
si es un relato perfecto, pero lo parece, remueve la sensibilidad
del lector.
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