“La piedra más sólida, a la luz de los que hemos aprendido… es en realidad un complejo vibrar de campos cuánticos, un interactuar momentáneo de fuerzas, un proceso que por un breve instante logra mantenerse en equilibrio semejante a sí mismo, antes de disgregarse de nuevo en polvo; un capítulo efímero en la historia de las interacciones entre los elementos del planeta. (…) El mundo no está hecho de piedras más de que pueda estarlo de sonidos fugaces y de olas que discurren sobre el mar”. (Carlo Rovelli, El orden del tiempo).
No
somos entes, no somos cosas, somos eventos en el océano del cosmos,
configuraciones que aparecen, fluctúan y desaparecen. Las cosas no
son, acontecen. Eso es lo que parece suceder si hacemos caso a
nuestra percepción ampliada con instrumental cada vez más preciso,
con teorías cada vez más ajustadas. En el inicio de nuestro ser, de
nuestra entidad, por hablar en términos clásicos, hay un orden que
va desordenándose, de menor a mayor entropía. A esa entropía le
denominamos tiempo, el tiempo no es otra cosa que la medida de ese
desordenamiento y sólo sirve para la región del cosmos que
habitamos, es decir, para la región física en la que interactuamos,
una interactuación limitada a unas pocas variables que estamos en
condiciones de percibir y entender. “Entendemos el mundo estudiando
el cambio, no estudiando las cosas”.
Sostiene
Carlo Rovelli en El orden del tiempo que nos resulta
escandaloso ese acotarnos el tiempo, ese principio y fin, y no tanto
la acotación espacial, a la que nos hemos acostumbrado mejor, aunque
tampoco hay tal pues las cosas, los eventos, a la distancia adecuada,
no tienen límites como no los tiene la nube que desde lo alto de la
montaña apreciamos con contornos brillantes pero que al bajar al
valle nos sumergimos en ella sin haber constatado un límite, un
contorno, una frontera entre nube y no nube. Lo mismo sucedería con
la aproximación adecuada a esta mesa de mármol tan recia o a mi
propio cuerpo, que se mantiene uniforme, semejante a sí mismo, un
rato, cuya duración e intensidad varía si lo medimos nosotros o lo
miden nuestros familiares o nuestros amigos o conocidos. Lo mismo
sucedería, pues, con una aproximación adecuada al tiempo, a nuestra
desorganización entrópica. Nuestra concepción temporal está
determinada por la deformación de nuestra percepción, obra del
desenfoque de nuestra visión derivada de las dimensiones cósmicas
que nos determinan, aquellas con las que podemos interactuar. El
tiempo, como la velocidad, no es un valor absoluto, es una variable,
una magnitud relativa en función de nuestra relación con otros
eventos. ¿Existimos, entonces?, se pregunta Rovelli, y responde, la
pregunta sobre la existencia o sobre la realidad es una pregunta
gramatical no una pregunta sobre la naturaleza.
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