Se
incorpora, acomoda los ojos a la semioscuridad, estira los brazos,
mira el reloj. Se levanta, los calzones, la camisa. ¿Y tú quién
eres?, le pregunta la mujer, desde la cama. Se mira en el espejo, se
atusa el pelo. Ya baja hasta la planta baja, los pantalones en la
escalera. Un hombre ceremonioso de traje negro, le ofrece la
americana abierta, se ajusta la corbata, otro, chaqueta abotonada,
gafas oscuras y pinganillo, sostiene la pesada hoja de la entrada, le
acompaña a la gravilla, le abre la puerta del sedán negro. El coche
circula por avenidas semidesiertas, dos coches más le preceden,
otros dos le siguen. Se han abierto las nubes, aparece Dios. Ve las escaleras, los leones, cámaras y
flashes, alza el mentón, levanta la mano. Las manos que lo
felicitan, las palmadas en el hombro, oye los aplausos. ¿Lágrimas?
El recuento, la votación. Suelta el nombre del país, los
agradecimientos, promesas, consensos. En la tribuna toca el micrófono
para ponerlo a su altura. Cuando llega al edificio principal, algo le
dicen y le señalan, un guión encadenado de puntos que él memoriza.
Le esperan un hombre grueso, con media barba y una cartera en la mano
y una mujer con una luna beatífica en la cara. Caminan por la ancha
acera, hombres y mujeres a cada lado. El coche les lleva a las
oficinas, llamadas frenéticas, un hervidero, todo el mundo le
sonríe, le mira, le toca, la mujer le pasa la mano por la mejilla,
le da un beso en los labios, en la mesa una hoja con caracteres
grandes, con frases separadas, tamborilean los dedos. Deja la
americana en la percha, abre la puerta, la lluvia golpea con fuerza,
el limpia apenas le deja vista para mirar las calles, los
intermitentes, la luz mortecina. Salen, cierra la puerta. Sobre la
mesa la taza del café, los cruasanes, el tarro de mermelada. Los
calcetines de hilo, el pantalón con cinturón, la camisa blanca. El
agua tibia de la ducha, el jabón perfumado. Ella se ha levantado
como siempre la primera al sonar el despertador que vomita la
agitación del día, del gran día que le espera.
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