martes, 8 de mayo de 2018

La belleza del marido, de Anne Carson


Este es mi consejo, retén Retén la belleza.
Pensamos que estamos a salvo pero no hay refugio”.

               Cuando uno piensa en JRJ o en Vicente Aleixandre uno los piensa como poetas, no pudieron ser otra cosa, y su poesía, una irrupción de lo sublime en la banalidad del mundo. En general, así imaginamos la poesía y así la leemos, sin lindes, etérea, como un zepelín angélico. Es evidente, que no siempre ha sido así y que nuestros poetas, en los 50, pusieron pie a tierra, aunque sus poemas globulares, ocupando espacios breves y formales en las páginas en blanco, aún nos siguiesen pareciendo objetos de un mundo intangible. La belleza del marido, de Anne Carson es otra cosa. No es un libro de fragmentos como acostumbran los libros de poemas, cuenta una historia de principio a fin, basada en la experiencia, ocre y terrosa, burbujeante y fría, de la autora o de la narradora, suponemos, y medita sobre ella, situándola en el amplio espacio de la historia cultural, punteada por las descargas eléctricas de la poesía. La historia pudiera parecer breve, pero no lo es. Quizá, si fuese una novela convencional, lo fuese, pero las escenas de la relación apasionada entre la narradora esposa y el bello evocado marido, dispuestas en un orden poético y no narrativo, adquieren tal densidad, gracias a la elipsis y la metaforización, que el lector, cada lector, al hacer suya la experiencia, multiplica las posibilidades de evocación. Es una historia trágica y feliz a un tiempo, la vida es trágica porque siempre acaba mal, pero el recuento poético de lo vivido siempre es feliz. La vida es feliz si hay encantamiento, es lo que le sucede a la narradora que a los quince años, “desprotegida frente a la existencia”, una tarde en que el profe de latín explica la perifrástica pasiva vuelve la cabeza y descubre la belleza. Eso le enciende la vida, pero la belleza es tan deslumbrante como esquiva, tan seductora como desleal. El encuentro con la belleza termina en boda y lo que sigue es el inútil intento por fijar la belleza en tierra. La narradora, con Keats, está convencida de que la belleza es verdad, (“Beautyis truth, truth beauty, —that is all / Ye know on earth, and all ye need to know”. “Labelleza es verdad y basta”), pues “La existencia depende de la belleza”. Keats es el geniecillo travieso y bailón que le sopla al oído el comienzo de cada tango. Un ensayo narrativo en 29 tangos, subtitula. Pero la belleza como la poesía no se pueden guardar en una urna para el disfrute personal, su persecución nos hace tan felices como infelices.

               El recuento de lo sucedido se hace muchos años después (“¿Cuál es la índole de esta danza llamada memoria?”), el poema supura por la herida (“El dolor permanece / la belleza no permanece”), pero la “herida arroja luz propia”. Entre la reflexión y la frágil evocación de la memoria, la poeta se pregunta cómo pudo suceder, por qué, “como muchas esposas elevé al marido a la altura de Dios”. El marido era un mentiroso, un apostador, desatento, infiel con muchas mujeres, ¿dónde residía su fuerza?, “¿cómo consigue alguien tener poder sobre otro?”. A la fuerza de la seducción que se hace sexo (“Como el temblor del ciervo que se aleja en el bosque a finales de invierno / El sabía que destruiría al ciervo”) se oponen los avisos del abuelo del marido que le dice que no se case, de la madre (“abolir la seducción es la meta de una madre”), que no entiende cómo puede verse atraída por alguien que se llama X, del propio amigo del marido Ray, ese Ray, tan atento y servicial, que escucha y confiesa, que ve sus cicatrices, pero “la seducción de la fuerza viene de abajo”, cuando él la toca con el dedo ella ladra, y contra eso qué se puede hacer. Compara, Ray, “el pobre placer del hombre pobre”, el marido, “casi nunca estaba triste un dios le guiaba”. La narradora evoca la historia con pena y vergüenza, pero con ironía: “Blame and shame are the name of the game”. Una historia de dolor y celos, dura, cuando se da cuenta de que todo se ha acabado, dice: “un barco frío zarpa de algún lugar dentro de la esposa / rumbo a un horizonte plano y gris”.

             Anne Carson va articulando el discurso poético a lo que necesita para cada ocasión, “la ficción da forma a lo que necesitamos”, dice. Marcando con ironía las cesuras, las pausas, entre lo evocado y lo que pudo ser, entre el hálito poético y la reflexión sobre cómo se construye el poema y se tejen los sentimientos. Es memorable, por ejemplo, cuando siguiendo el juego de la asociación de Aristóteles, va del posible principio de libertad proclamado entre dos personas a la esclavitud de la mujer o cuando él le escribe desde una taxi que ella es para él “el sabor de tus piernas”, en el preciso momento en que ella, en la otra acera, va a entregar los papeles de divorcio. La poeta, el poema, la vida son contradictorios hasta el final: “La función principal de la escritura es esclavizar a los seres humanos” / “Pero las palabras son un trigo extraño y dócil, se inclinan sobre la tierra”. Al final, después de tantos años, el libro se cierra con una dedicatoria al marido infiel, a la belleza del marido: “Mírame doblar ahora esta página / para que pienses que eras tú”.


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