Este es mi consejo, retén Retén la belleza.
“Pensamos que estamos a salvo pero no hay refugio”.
Cuando uno piensa en JRJ
o en Vicente Aleixandre uno los piensa como poetas, no pudieron ser
otra cosa, y su poesía, una irrupción de lo sublime en la banalidad
del mundo. En general, así imaginamos la poesía y así la leemos,
sin lindes, etérea, como un zepelín angélico. Es evidente, que no
siempre ha sido así y que nuestros poetas, en los 50, pusieron pie a
tierra, aunque sus poemas globulares, ocupando espacios breves y
formales en las páginas en blanco, aún nos siguiesen pareciendo
objetos de un mundo intangible. La belleza del
marido, de Anne Carson es otra cosa. No es un
libro de fragmentos como acostumbran los libros de poemas, cuenta una
historia de principio a fin, basada en la experiencia, ocre y
terrosa, burbujeante y fría, de la autora o de la narradora,
suponemos, y medita sobre ella, situándola en el amplio espacio de la historia cultural, punteada por las descargas eléctricas de la poesía. La
historia pudiera parecer breve, pero no lo es. Quizá, si fuese una
novela convencional, lo fuese, pero las escenas de la relación
apasionada entre la narradora esposa y el bello evocado marido,
dispuestas en un orden poético y no narrativo, adquieren tal
densidad, gracias a la elipsis y la metaforización, que el lector,
cada lector, al hacer suya la experiencia, multiplica las
posibilidades de evocación. Es una historia trágica y feliz a un
tiempo, la vida es trágica porque siempre acaba mal, pero el
recuento poético de lo vivido siempre es feliz. La vida es feliz si
hay encantamiento, es lo que le sucede a la narradora que a los
quince años, “desprotegida frente a la existencia”, una tarde en
que el profe de latín explica la perifrástica pasiva vuelve la
cabeza y descubre la belleza. Eso le enciende la vida, pero la
belleza es tan deslumbrante como esquiva, tan seductora como desleal.
El encuentro con la belleza termina en boda y lo que sigue es el
inútil intento por fijar la belleza en tierra. La narradora, con
Keats, está convencida de que la belleza es verdad, (“Beautyis truth, truth beauty, —that is all / Ye know on earth, and all ye
need to know”. “Labelleza es verdad y basta”), pues “La
existencia depende de la belleza”. Keats es
el geniecillo travieso y bailón que le sopla al oído el comienzo de
cada tango. Un ensayo narrativo en 29 tangos, subtitula. Pero la belleza como la poesía no se pueden guardar en
una urna para el disfrute personal, su persecución nos hace tan
felices como infelices.
El recuento de lo
sucedido se hace muchos años después (“¿Cuál
es la índole de esta danza llamada memoria?”),
el poema supura por la herida (“El dolor
permanece / la belleza no permanece”), pero
la “herida arroja luz propia”.
Entre la reflexión y la frágil evocación de la memoria, la poeta
se pregunta cómo pudo suceder, por qué, “como
muchas esposas elevé al marido a la altura de Dios”.
El marido era un mentiroso, un apostador, desatento, infiel con
muchas mujeres, ¿dónde residía su fuerza?, “¿cómo
consigue alguien tener poder sobre otro?”.
A la fuerza de la seducción que se hace sexo (“Como
el temblor del ciervo que se aleja en el bosque a finales de invierno
/ El sabía que destruiría al ciervo”) se
oponen los avisos del abuelo del marido que le dice que no se case,
de la madre (“abolir la seducción es la
meta de una madre”), que no entiende cómo
puede verse atraída por alguien que se llama X, del propio amigo del
marido Ray, ese Ray, tan atento y servicial, que escucha y confiesa,
que ve sus cicatrices, pero “la seducción
de la fuerza viene de abajo”, cuando él la
toca con el dedo ella ladra, y contra eso qué se puede hacer. Compara, Ray,
“el pobre placer del hombre pobre”,
el marido, “casi nunca estaba triste un dios
le guiaba”. La narradora evoca la historia
con pena y vergüenza, pero con ironía: “Blame
and shame are the name of the game”. Una
historia de dolor y celos, dura, cuando se da cuenta de que todo se
ha acabado, dice: “un barco frío zarpa de
algún lugar dentro de la esposa / rumbo a un horizonte plano y
gris”.
Anne Carson va
articulando el discurso poético a lo que necesita para cada ocasión,
“la ficción da forma a lo que necesitamos”,
dice. Marcando con ironía las cesuras, las pausas, entre lo evocado
y lo que pudo ser, entre el hálito poético y la reflexión sobre
cómo se construye el poema y se tejen los sentimientos. Es
memorable, por ejemplo, cuando siguiendo el juego de la asociación
de Aristóteles, va del posible principio de libertad proclamado
entre dos personas a la esclavitud de la mujer o cuando él le
escribe desde una taxi que ella es para él “el sabor de tus
piernas”, en el preciso momento en que ella, en la otra acera, va a
entregar los papeles de divorcio. La poeta, el poema, la vida son
contradictorios hasta el final: “La función
principal de la escritura es esclavizar a los seres humanos”
/ “Pero las palabras son un trigo extraño y
dócil, se inclinan sobre la tierra”. Al
final, después de tantos años, el libro se cierra con una
dedicatoria al marido infiel, a la belleza del marido: “Mírame
doblar ahora esta página / para que pienses que eras tú”.
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