No
sólo juega en contra nuestra la fragilidad de la memoria, el
desgaste de las conexiones sinápticas, la vida fungible de los
telómeros cromosómicos, es decir, los límites que la naturaleza nos
impone con materiales con fecha de caducidad y con los muchos
defectos de nuestra construcción, sino que somos unidades simples y
aisladas, conscientes de nuestra debilidad, sin que la misma
naturaleza haya previsto nada que corrija sus errores, nada biológico
que haga perdurar nuestra sed de existencia.
Así
que es comprensible que creamos en las promesas y busquemos
protección en los grupos, aunque no puedan ofrecernos más que
palabras desprovistas de sustancia. Ofende volver a escribir el
nombre de esas entidades a las que nos entregamos con una pasión
desprovista de sentido, como si el hecho de compartir con otros el
lugar de nacimiento, el mismo sexo, la condición laboral o cualquier
fe irracional nos preservara, vistiéndonos con una armadura
invisible pero salvífica. Pero nada nos une a los demás, fuera de
la imaginación y el deseo. Nadie humano nos va a impedir
desaparecer. Disueltos en el polvo, convertidos en cenizas, unas
breves palabras, algún recuerdo fugaz dará cuenta de que existimos,
de que durante un instante la tierra nos alimentó y llenó nuestros
pulmones del soplo de la vida.
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