Los
ingleses son maestros en el arte del simulacro. No hay pieza
televisiva, cinematográfica o literaria que no tenga valor, aunque
sea en el mercado secundario. Es difícil encontrar piezas
defectuosas en su producción cultural. Tienen excelentes actores,
productores, directores, guionistas y escritores y un arsenal
inacabable de historias en su historia. También nosotros las tenemos,
si no al mismo nivel por ahí va el parangón. La diferencia es que
ellos lo explotan y hasta ahora nos superaban en talento, aunque se
va igualando. Peaky
Blinders es una serie
para gustar, que es el criterio primero de la producción inglesa.
Cada uno de los ítems puesto en juego gira alrededor de esa
necesidad. Una ciudad industrial, Birmingham,
tras
la primera guerra, con masas de obreros, negocio, mafias, un poco de
nacionalismo irlandés, otro poco de espionaje, mucha violencia, algo
de sexo y su pizca de romanticismo e idealismo socialista y nombres
en la sombra de políticos de entonces, y de protagonista una familia
que emerge del arroyo -gitanos- proyectada por la posguerra y la
convulsión política y social. Los guionistas han medido cada una de
las cosas en la balanza, destacando una entre las demás en cada
temporada, al modo de The
Wire. El idioma
cuidado, muy cuidado, con sus referencias shakespearianas, un cierto
expresionismo colorista en la fotografía, la moda de esos años, el
alcohol, el tabaco, el decorado fabril, las dársenas, los altos
hornos, las peleas de hombres, los locales de apuestas en que la banda familiar labra su
fortuna inicial. No hay nada nuevo, pero cada capítulo, seis por
cada una de las cuatro temporadas, por ahora, está tan bien
destilado que tan sólo queda tirar del lazo y contemplar a gusto la
obra bien hecha. El espectador sigue agradecido la peripecia,
halagado por reconocer las referencias. No se le exige más.
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