martes, 17 de abril de 2018

Peaky Blinders




                        Los ingleses son maestros en el arte del simulacro. No hay pieza televisiva, cinematográfica o literaria que no tenga valor, aunque sea en el mercado secundario. Es difícil encontrar piezas defectuosas en su producción cultural. Tienen excelentes actores, productores, directores, guionistas y escritores y un arsenal inacabable de historias en su historia. También nosotros las tenemos, si no al mismo nivel por ahí va el parangón. La diferencia es que ellos lo explotan y hasta ahora nos superaban en talento, aunque se va igualando. Peaky Blinders es una serie para gustar, que es el criterio primero de la producción inglesa. Cada uno de los ítems puesto en juego gira alrededor de esa necesidad. Una ciudad industrial, Birmingham, tras la primera guerra, con masas de obreros, negocio, mafias, un poco de nacionalismo irlandés, otro poco de espionaje, mucha violencia, algo de sexo y su pizca de romanticismo e idealismo socialista y nombres en la sombra de políticos de entonces, y de protagonista una familia que emerge del arroyo -gitanos- proyectada por la posguerra y la convulsión política y social. Los guionistas han medido cada una de las cosas en la balanza, destacando una entre las demás en cada temporada, al modo de The Wire. El idioma cuidado, muy cuidado, con sus referencias shakespearianas, un cierto expresionismo colorista en la fotografía, la moda de esos años, el alcohol, el tabaco, el decorado fabril, las dársenas, los altos hornos, las peleas de hombres, los locales de apuestas en que la banda familiar labra su fortuna inicial. No hay nada nuevo, pero cada capítulo, seis por cada una de las cuatro temporadas, por ahora, está tan bien destilado que tan sólo queda tirar del lazo y contemplar a gusto la obra bien hecha. El espectador sigue agradecido la peripecia, halagado por reconocer las referencias. No se le exige más.

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