Hay
autores que esquivan la urgencia del presente y sus problemas,
prefieren las historias viejas de humedales y fogones y tormentas
desatadas que vienen de la antigua tradición de los cuentos orales,
de lo que se contaba al oído cuando la poca luz disparaba la
imaginación tanto del contador como del oidor, escritores que soplan
el relato hasta hacerlo irradiar por los rincones de la memoria donde
esas historias permanecen dormidas, levantadas por palabras en
desuso, de otra época y de artes extintas, que con su música
lánguida y mortecina acarician los oídos de lectores a quienes no
gustan los punchosos arbustos del presente. Así las novelas de
Fulgencio Argüelles, El palacio de los ingenieros belgas y
esta No encuentro mi cara en el espejo. En ellas el tiempo se
detiene y nos devuelve a un tiempo sin tiempo, paralizado, aunque
haya referencias a sucesos históricos, donde suceden cosas que solo
entonces, es decir, en la patria intemporal de la literatura, podían
suceder, con personajes que nos gusta imaginar, redondos, manejables,
y con una estética que bebe de las fuentes del idioma, de un
clasicismo, el barroco español, que no quiere ocultarse sino al
contrario dejarse arrastrar por la corriente de la tradición. El
escritor construye como un orfebre sus frases con los mejores
materiales, atento a los sonidos de la lengua, dejando que las
palabras precisas vayan cosiendo las anécdotas del relato con
lentitud como se levanta una casona de piedra, en ese pequeño
Peñafonte, el espacio literario de Argüelles, lleno de personajes
secundarios, con pequeñas historias pegadas a la piel que los
definen y sustraen de la vida cotidiana y aburrida del lector,
interpoladas con capítulos dialogados sobre política y filosofía,
sobre la guerra y la religión, que rompen el fluir cadencioso de la
historia.
En
la página 129, terciada la novela, un personaje trae la noticia de
la guerra, la misma tarde que otro personaje trae un armario con dos
lunas, concentrado el pueblo para ver la maravilla, de su interior
sale una mariposa gigante que lo ensombrece. Eso desata alguna acción
violenta para que los nombres que definen a los personajes, María
Casta, Edipio, Lucio Pelayo, Irminia, puedan cumplir el destino que
los asocia al Edipo de Sófocles. Aunque la guerra siempre es una
noticia que llega de lejos y el argumento un hilo no demasiado fuerte
para unir las muchas historias particulares, porque el autor tiene
mayor querencia por las metáforas, los juegos retóricos y la
filigrana lingüística que por la fuerza de la historia. Esa es su
virtud y ese su defecto.
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