Quizá
el vicio mayor, tan extendido que es casi imposible reconocer esa
debilidad del espíritu, sea el de la cursilería. Está en la
conversación, en el modo de vestir, en los programas y series que
vemos, infesta nuestras opiniones, nuestro modo de ver el mundo,
nuestras lecturas, encuadra las fotografías que hacemos, el modo
como enjuiciamos a nuestros vecinos, cómo analizamos la vida
nacional. Nuestra vida moral, más en nuestros juicios que en
nuestras acciones, está enmarcada en la peste rosa de lo cursi. Es
evidente que décadas enteras sometidas al filtro pudibundo de la
programación televisiva ha destrozado nuestra arquitectura
espiritual, quizá tanto o más que los siglos discurridos bajo el
púlpito. La literatura y el arte deberían funcionar como
fumigadores, pero una educación teledirigida y buenista han mellado
el carácter de generaciones enteras. La gente lee mucho y tiene una
idea formada de qué sea el arte pero la confusión es grande y se
toma por arte una cierta pericia artesana que refulge con historias
edulcoradas y lágrimas de cristal, corruptora de la sensibilidad.
Es patético asistir a un encuentro entre el autor y sus lectores
donde estos muestran su embeleco por su manera de escribir y aquel
les aplaude a rabiar. Es frustrante ver a todo un país comentando
con regocijo la caída de una política regional porque se le ha
pillado hurtando dos tarros de crema sin ver la degradación que eso
supone: que se le haga caer por los actos incontrolados de una
enfermedad en vez de por sus conscientes mentiras sobre la
manipulación de un título universitario y que se admita el chantaje
como forma de hacer política. La sociedad está dopada con
interminables sesiones de deporte, pasarelas de moda y programas de
sentimientos exhibidos. No es extraño que masas importantes de gente
quieran sustituir al parlamento o a los tribunales, que un cartel o
un lazo exhibido tenga más fuerza que los argumentos de un dictamen
o el articulado de una ley. La cursilería corroe el carácter,
degrada la vida social. La contrapartida es que los hombres duros,
aquellos que no conceden un milímetro a la cursilería se tornan
hoscos, se les agría el carácter y terminan por desarrollar la
misantropía.
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