Seguramente
no hubiese visto con los mismos ojos esta película si antes no
hubiese leído la novela, quizá la hubiese encontrado sensiblera,
facilona a lo Amélie, y a los personajes muy esquemáticos: la niña protagonista, Paloma,
cámara en ristre, repelentilla y poco creíble analizando la
encorsetada sociedad burguesa de la que es hija e incapaz de generar
los epigramas con los que la describe, la portera, Renée demasiado
gorda, fea y ceñofruncida como para reclamar la atención del rico y
de una pieza japonés, el señor Kakuro Ozu, que la invita a a su
casa, luego a un restaurante japonés y por fin le dice que ahí está
él para lo que ella quiera. Pero con la sensibilidad a flor de piel
tras la lectura de La elegancia del erizo
la película me ha encantado. Aún así es un acierto convertir el
diario de Paloma en cámara registradora y a los ojos, inteligentes e
ingenuos, de la niña en notarios de una sociedad decadente. Pero
convengo que los esquematismos de la novela se tornan insufribles en
la película y que, por el contrario, aquello que en la novela era
para mí lo más interesante, el hueso que la sostenía, las
reflexiones filosóficas y estéticas, aquí desaparecen para dejar a
la vista la pura carne del relato, cuando, en este caso, la carne es flaca y algo descompuesta.
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