La
entrada en esta novela, que mi ignorancia despreciaba por creer que
era vulgar best
seller, es lenta,
exige paciencia y suspensión de la desconfianza que en cualquiera
alerta al verse ante una mente chispeante y más ilustrada que la
propia, pero la perseverancia, tan impropia de este tiempo, encuentra
recompensa en forma de estimulación de los sentidos aletargados. La
he leído echado en el sofá, con los ojos y los oídos abiertos.
Ahora es fácil completar una lectura con muchas referencias:
imágenes de pintura holandesa del siglo XVII, haikus del periodo
clásico, escenas de películas de Yasujirō Ozu, música de Mozart o
de Purcell, con la tablet al lado, comodidad que incita a la
sofalatría, aunque no todas las sensaciones queden al alcance, los
olores del jardín, los sabores de la cocina japonesa, el tacto de
las telas, necesarios para completar la fantasía sensorial que la
autora quiere transmitir. Además, La
elegancia del erizo
es un artefacto que pone en juego la inteligencia, estimulada por las
insospechadas lecturas de la portera del 7 rue de Grenelle, de París,
aficionada a la filosofía, muy crítica con la fenomenología, y a
la literatura de calidad, con Anna Karenina en el top. En las plantas
nobles del edificio vive la crême
de la burguesía parisina. Ahí, una niña de doce años, que oculta
una ácida inteligencia, aficionada al manga, hija de un diputado
socialista y de una mujer analizada y dopada con anfetas y
ansiolíticos, lleva un diario donde muestra su desagrado por el
mundo donde ha nacido, ridiculiza el trabalenguas lacaniano y, en
consecuencia, planea suicidarse al cabo de un año.
Estas dos vidas
se cruzaran gracias a un feliz encuentro. La portera tras una vida en
las sombras cree por un momento, tras conocer a Kakuro
Ozu, un japonés
culto y rico que se muda al cuarto piso deshabitado por un reciente
fallecimiento, que podrá sobreponerse a su destino biológico y
social. Ambos tienen gustos comunes, el gato de ella se llama León,
los gatos del señor Kakuro, Anna y Levin, por León Tolstói. La
portera se hace la ilusión de que va a disfrutar a plena luz de los
placeres que ha cultivado en solitario. El gozo de los sentidos se
pone en danza: Renée se peina, se viste, se calza, invitada a cenar
en el lujoso piso de Kakuro, una naturaleza muerta con ostras de
Pieter Claesz la recibe en el hall, el Confutatis
de Mozart en el blanco retrete con alfombra solar, larguísimos
fideos bañados en salsa de cacahuete y flan de azuki en la cocina y,
para finalizar, ella aporta la escena de la camelia sobre el musgo en
la película Las
hermanas Munekata de
Jasujiro Ozu que ambos ven en la sala de cine que Kakuro tiene en su
casa. Pero como en casi todos los cuentos hay un final trágico, el
momento de plenitud, la vida convertida en la belleza que el arte
insinúa, ay, sólo dura un instante.
En
realidad La elegancia
del erizo no es una
novela sino más bien un ensayo novelado. Muriel Barbery es filósofa
y sus interrogantes sobre el vivir los traslada en forma de novela,
por decirlo así convierte sus pensamientos en emociones con patas.
Las divisiones sociales, las formas saludables e insanas de vivir,
los gozos que la vida proporciona, las sombras, los convierte en
personajes que los representan, desde las señoras y señores que
habitan ese palacete parisino, radiografías sociales de una época
que parece fenecer, hasta la asistente portuguesa, la niña que
quiere suicidarse y la portera, llenas de vida pero encerradas como
erizos, disimulando gustos elevados e inteligencia, porque el mundo
que les ha tocado en suerte no les gusta, una ocultando su vitalidad
y habilidad para la pastelería, otra su precoz inteligencia y la
portera su reflexión sobre el sentido de la vida y su apuesta por el
arte, los libros, las pinturas y la música como
las verdaderas novedades que no envejecen pese al tiempo.
Podría
argüirse que es una débil novela, que la trama es leve, que los
personajes son caricaturas, que no hay una gran arquitectura que la
sustente, aunque haya un cuidado del lenguaje y un amor por la lengua
y que la división del narrador en dos voces, la del geniecillo
descreído de la niña, la de la sabia portera, es útil como
contraste entre narración y reflexión, y que como ensayo tampoco
pasaría la prueba porque las ideas se exponen sin mayor desarrollo,
aunque sea rica en sugerencias y haga reflexionar de continuo al
lector, pero lo que cuenta en un artefacto literario es que mueva al
lector hasta emocionarlo y eso lo consigue sobradamente.
La
autora ha escrito este libro para transmitir su optimismo
antropológico, nuestro destino es aciago, quién no lo sabe, pero
mientras tanto la vida esta llena de momentos memorables, instantes
que fijan la eternidad. Muriel Barbery nos lo dice con la
despedida de Dido, en la ópera de Purcell, mientras vamos
acabando la novela, la música sonando de fondo: creemos y estamos
dispuestos a aceptar como consigna para lo que nos quede de vida que
lo que cuenta son los siempres (la belleza del mundo que se nos
muestra en breves tropezones) frente a los jamases, de tal modo que,
cuando llegue el momento, no cantaremos con Dido olvida
mi destino sino
envidia mi
destino
porque pensaremos que ha merecido la pena.
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