miércoles, 28 de febrero de 2018

La elegancia del erizo, de Muriel Barbery



                La entrada en esta novela, que mi ignorancia despreciaba por creer que era vulgar best seller, es lenta, exige paciencia y suspensión de la desconfianza que en cualquiera alerta al verse ante una mente chispeante y más ilustrada que la propia, pero la perseverancia, tan impropia de este tiempo, encuentra recompensa en forma de estimulación de los sentidos aletargados. La he leído echado en el sofá, con los ojos y los oídos abiertos. Ahora es fácil completar una lectura con muchas referencias: imágenes de pintura holandesa del siglo XVII, haikus del periodo clásico, escenas de películas de Yasujirō Ozu, música de Mozart o de Purcell, con la tablet al lado, comodidad que incita a la sofalatría, aunque no todas las sensaciones queden al alcance, los olores del jardín, los sabores de la cocina japonesa, el tacto de las telas, necesarios para completar la fantasía sensorial que la autora quiere transmitir. Además, La elegancia del erizo es un artefacto que pone en juego la inteligencia, estimulada por las insospechadas lecturas de la portera del 7 rue de Grenelle, de París, aficionada a la filosofía, muy crítica con la fenomenología, y a la literatura de calidad, con Anna Karenina en el top. En las plantas nobles del edificio vive la crême de la burguesía parisina. Ahí, una niña de doce años, que oculta una ácida inteligencia, aficionada al manga, hija de un diputado socialista y de una mujer analizada y dopada con anfetas y ansiolíticos, lleva un diario donde muestra su desagrado por el mundo donde ha nacido, ridiculiza el trabalenguas lacaniano y, en consecuencia, planea suicidarse al cabo de un año. 

                Estas dos vidas se cruzaran gracias a un feliz encuentro. La portera tras una vida en las sombras cree por un momento, tras conocer a Kakuro Ozu, un japonés culto y rico que se muda al cuarto piso deshabitado por un reciente fallecimiento, que podrá sobreponerse a su destino biológico y social. Ambos tienen gustos comunes, el gato de ella se llama León, los gatos del señor Kakuro, Anna y Levin, por León Tolstói. La portera se hace la ilusión de que va a disfrutar a plena luz de los placeres que ha cultivado en solitario. El gozo de los sentidos se pone en danza: Renée se peina, se viste, se calza, invitada a cenar en el lujoso piso de Kakuro, una naturaleza muerta con ostras de Pieter Claesz la recibe en el hall, el Confutatis de Mozart en el blanco retrete con alfombra solar, larguísimos fideos bañados en salsa de cacahuete y flan de azuki en la cocina y, para finalizar, ella aporta la escena de la camelia sobre el musgo en la película Las hermanas Munekata de Jasujiro Ozu que ambos ven en la sala de cine que Kakuro tiene en su casa. Pero como en casi todos los cuentos hay un final trágico, el momento de plenitud, la vida convertida en la belleza que el arte insinúa, ay, sólo dura un instante.

             En realidad La elegancia del erizo no es una novela sino más bien un ensayo novelado. Muriel Barbery es filósofa y sus interrogantes sobre el vivir los traslada en forma de novela, por decirlo así convierte sus pensamientos en emociones con patas. Las divisiones sociales, las formas saludables e insanas de vivir, los gozos que la vida proporciona, las sombras, los convierte en personajes que los representan, desde las señoras y señores que habitan ese palacete parisino, radiografías sociales de una época que parece fenecer, hasta la asistente portuguesa, la niña que quiere suicidarse y la portera, llenas de vida pero encerradas como erizos, disimulando gustos elevados e inteligencia, porque el mundo que les ha tocado en suerte no les gusta, una ocultando su vitalidad y habilidad para la pastelería, otra su precoz inteligencia y la portera su reflexión sobre el sentido de la vida y su apuesta por el arte, los libros, las pinturas y la música como las verdaderas novedades que no envejecen pese al tiempo. Podría argüirse que es una débil novela, que la trama es leve, que los personajes son caricaturas, que no hay una gran arquitectura que la sustente, aunque haya un cuidado del lenguaje y un amor por la lengua y que la división del narrador en dos voces, la del geniecillo descreído de la niña, la de la sabia portera, es útil como contraste entre narración y reflexión, y que como ensayo tampoco pasaría la prueba porque las ideas se exponen sin mayor desarrollo, aunque sea rica en sugerencias y haga reflexionar de continuo al lector, pero lo que cuenta en un artefacto literario es que mueva al lector hasta emocionarlo y eso lo consigue sobradamente.

              La autora ha escrito este libro para transmitir su optimismo antropológico, nuestro destino es aciago, quién no lo sabe, pero mientras tanto la vida esta llena de momentos memorables, instantes que fijan la eternidad. Muriel Barbery nos lo dice con la despedida de Dido, en la ópera de Purcell, mientras vamos acabando la novela, la música sonando de fondo: creemos y estamos dispuestos a aceptar como consigna para lo que nos quede de vida que lo que cuenta son los siempres (la belleza del mundo que se nos muestra en breves tropezones) frente a los jamases, de tal modo que, cuando llegue el momento, no cantaremos con Dido olvida mi destino sino envidia mi destino porque pensaremos que ha merecido la pena.

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