Me
ha dado un ligero golpe en el hombro cuando el hombre entraba con su
mochila en el vagón. El tren ha parado en Palencia y unos pocos
pasajeros han bajado y otros pocos han subido. Se ha disculpado con
una voz quebrada, huidiza de tan débil. Apenas le he prestado
atención, tan embebido estaba en la lectura de una novela que me
absorbía. Ha sido cuando ha llegado el revisor, el tren renqueando
por la llanura castellana, cuando me he fijado en los detalles. El
revisor le ha pedido el billete. Algo ha musitado para que le levantase la voz. No mucho, lo justo para mostrar sorpresa y
reproche. “No tengo”, ha llegado hasta a mí casi inaudible su
voz. El revisor ha enderezado su cuerpo embutido en un traje azul
oscuro de porte antiguo, como si se dispusiese a mostrar su
autoridad, pero el gesto sobraba porque el hombre se encogía en
su asiento. “Acompáñeme a la plataforma”, le ha dicho
simplemente, sin apenas énfasis. Y los dos a paso quedo se han
alejado. El revisor ancho como un botero, con brazos y piernas
extendidos hasta ocupar el espacio disponible, para ayudarse a tomar
el aire que le faltaba. El hombre con la mochila grande, montañera,
llena a reventar, ladeada sobre el hombro derecho, detrás, cazadora
de color crema gastada, gafas de cristales gruesos. Los pocos
pasajeros mirábamos cómo se iban yendo. En la siguiente estación
ha bajado del tren hasta el vestíbulo. Mientras yo me iba al
parquin, él consultaba en un panel el tráfico de trenes, los
destinos.
viernes, 17 de noviembre de 2017
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