Turkmenistán,
Uzbekistán, territorios enormes dejados de la mano de Marx, pero sin
olvidar del todo a Lenin y al padrecito Stalin, cada uno casi la
superficie de España, asentados sobre un desierto que ocupa entre el
80 y el 60 % de su superficie. Bolsas de plástico, botellas,
residuos de la bestia sapiens hasta donde alcanza la vista. Clima
extremo, días y noches de frío, calor humeante sobre el asfalto en
el verano caliginoso. El agua es la riqueza huidiza de siempre, la
que construye ciudades y caravasares; hoy el petróleo y el gas
enriquece a quien manda. Turkmenistán es una hueco en el desierto,
enorme, despoblado, con una ciudad de otro planeta y carreteras
arrugadas llenas de muertos, los vimos, doy fe, sin control de
velocidad, para los pocos que pueden tener un vehículo tan poderoso
como el infame privilegio de su poder, una nueva nomenclatura que
sucede a la vieja nomenclatura criminal.
Uzbekistán
es un país poblado, más antiguo que cualquier país europeo, en el
centro de la ruta de la seda, la gente bulle en los mercados, 32
millones y creciendo, absorbiendo la modernidad. Un país con nombres
eufónicos, cantarines, con la rica agricultura del Amu Daria y del
Sil Daria, algodón, arroz, frutales jugosos y secos. Las caravanas
tejieron la red de ciudades y caravasares hace milenios: Jiva,
Bujara, Samarcanda.
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