En
la historia, a los mongoles les ha tocado el papel inverso al de los
vikingos, quizá no haya otro pueblo con peor fama. Merecida mala
fama que, sin embargo, tiene mucho que ver con lo que historiadores
enemigos, notablemente persas, dejaron escrito sobre ellos. Los
mongoles no fueron los primeros ni los últimos en arrasar ciudades,
masacrar a hombres, mujeres, niños y animales domésticos y no dejar
piedra sobre piedra, utilizando la violencia selectiva y planificada
para someter a poblaciones enteras mediante el terror antes de la
capitulación. Por ejemplo, tras la destrucción de Nishapur, en el
noreste de Persia, dejaron montones de cadáveres apilados para que
se viera qué les pasaría a quienes no se sometieran de buen grado.
Tras el saqueo de las ciudades rusas, Kiev entre ellas, el príncipe
Vladimir y la familia real, junto a las dignidades eclesiásticas,
buscaron refugio en la iglesia de Santa María, pero sus plegarias
fueron en vano, los asaltantes prendieron fuego a la iglesia con
ellos dentro. En la conquista de Merv y su área, se habló de
genocidio, pues exterminaron al 90 % de la población, un millón y
medio de muertos. Fue por entonces cuando comenzó a denominárseles
tártaros, por el abismo de tormento con que, en la época clásica,
se concebía el Tártaro, el lugar donde los malvados eran castigados
tras la muerte.
Sin
embargo, tan gran imperio como el que los mongoles gobernaron, quizá
el mayor de la historia, entre el Pacífico y el Mediterráneo, entre
la península de Corea y el Danubio, no podría haberse mantenido
durante dos siglos sin inteligencia y orden. Los mongoles sometieron
a las tribus de la estepa euroasiática como paso previo a la
conquista de imperios anteriores al suyo, entre ellos el chino y el
islámico, a mayor velocidad que la de Alejandro. Cuando las
embajadas europeas de misioneros y comerciantes, como la de Marco
Polo, llegaron a Karakórum no vieron caos y salvajismo sino una
corte refinada, organizada y con legendarias riquezas. Cuidaban en
las ciudades recién conquistadas las artes, los oficios y la
producción. Se establecieron en la vieja China y refundaron su
capital Zongdu que pasó a ser Beijing. Desde sus orígenes, su
fundador, Temüjin o Gengis Kan, organizó una eficaz administración
basada en la lealtad y la meritocracia: los mandos eran seleccionados
por su valía y recompensados generosamente. Disolvieron las tribus
de las estepas, erradicaron sus costumbres étnicas diferenciadas y
toleraron diversas religiones en su seno, estableciendo un sistema
monetario basado en la plata que circulaba por todo el imperio para
los pagos y los impuestos, con exenciones muy estudiadas, por
ejemplo, para los sacerdotes, dando pie a una prosperidad
generalizada. Aprovecharon las preexistentes rutas de la seda,
impulsando las relaciones comerciales con un sistema tolerable de
impuestos y un régimen fiscal competitivo. El sistema postal,
copiado luego, y el de carreteras maravillaban a los visitantes
occidentales, así como las medidas adoptadas para proteger a los
mercaderes. China, decía el viajero norteafricanodel siglo XIV Ibn
Battuta, “es el país más seguro y el mejor para el viajero. Un
hombre puede viajar durante nueve meses solo llevando una gran
riqueza y sin nada que temer”.
El impacto cultural fue igualmente
notable en la gastronomía, los ornamentos cortesanos, la moda, como
el hennin, el tocado cónico de las damas europeas a imitación
de los sombreros de las cortesanas mongolas. Durante los siglos XIII
y XIV el mundo asistió a la primera globalización, algunos hablan
de pax mongolica para
referirse a ese largo periodo. Una estabilidad de la que se
benefició Europa, particularmente las ciudades italianas, con Génova
y Venecia a la cabeza, y, aunque fue por entonces cuando se perdieron
las ciudades cruzadas de Tierra Santa mantenidas durante un siglo, en
Europa se asistió a una prosperidad desconocida gracias entre otras
cosas al comercio de ida y vuelta con Oriente.
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