¿Pero cómo hemos llegado hasta aquí? Por un malentendido, mantenido gracias a un cálculo suicida de la izquierda, que el nacionalismo es una forma de progresismo. No lo es, sino lo contrario (“Los fanáticos religiosos y los nacionalistas constituyen una única pasión maligna”, dejó escrito Toynbee), por dos motivos: el nacionalismo se justifica por la convicción de la superioridad étnica de su grupo, un supremacismo, o xenofobia, que el PSC e IC, la izquierda catalana de la España democrática, nunca han denunciado, porque no lo han visto como tal o porque no le han dado importancia y al que han contribuido con su participación en gobiernos sucesivos, notablemente en los tripartitos de Maragall y Montilla. El segundo motivo tiene que ver con la administración de los recursos y los bienes, es decir, con la política distributiva. Los nacionalistas fundan su política en el agravio y en el privilegio, agravio que justifica el privilegio: no obtienen lo que étnicamente merece su superioridad en comparación con los vagos andaluces y extremeños y, en consecuencia, ponen en práctica desde el govern políticas de apartheid en el territorio de su competencia: una ley electoral que privilegia el interior de Cataluña frente al litoral industrial y foráneo, una política educativa que discrimina claramente a los hablantes en español, una distribución ventajosa del presupuesto público para la pequeña y mediana empresa catalanista, para los medios afines y una multitud de asociaciones que propagan la causa.
El último en llegar a esta izquierda ciega, Podemos, no hace ascos a ese movimiento reaccionario sino que lo apoya en actos que promocionan la segregación, la diferencia y el privilegio (soberanismo, dicen) que no es beneficio para Cataluña entera sino para la Cataluña vieja que gobierna la mente y los cuerpos de los catalanes desde el inicio mismo del periodo democrático, calculando que si la situación se agrava hasta el caos tendrán su chance de obtener el poder en Cataluña, en España o en los dos. Lo que menos les importa es el bienestar de la gente, porque en una situación caótica quienes más pierden no son los que disponen de seguros patrimonios, relaciones familiares y de camaradería y poder para hacer sentir su fuerza en una negociación, sino quienes poco o nada tienen, es decir, buena parte de los votantes de ese partido nuevo, los que desde la transición hasta aquí han sido convencidos de que deben aceptar el statu quo: si han sido invitados a vivir en Cataluña deben estar agradecidos, han de aceptar resignados su papel secundario en el reparto de la riqueza, su escasa o nula representación en los resortes del poder, una vida delegada, una minorización cultural.
Lo que no ha visto la izquierda en Cataluña (como los intelectuales, sólo unos pocos se salvan) o ha visto tan tarde o no ha querido ver por un cálculo erróneo es que ceder el poder al nacionalismo iba en contra de su propia razón de ser, la justicia social, la distribución equitativa de los bienes comunes, un malentendido que les ha destruido y de paso ha destruido la paz social en Cataluña.
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