En
el pueblecito noruego de Borg, en una de las islas Lofoten, todos los
años, a comienzos de agosto, se celebra una semana medieval, como en
tantos otros lugares, para recordar, en este caso a los vikingos. No
hace mucho se descubrió un asentamiento cuya sorpresa mayor
consistió en el descubrimiento de la gran casa del jefe, de 83
metros de largo por 9 de alto. El museo que se exhibe bajo la
reproducida y exagerada casa del jefe, en forma de barca invertida,
no tiene mucho interés, al menos yo no lo aprecié. Me atrajo, sin
embargo, otra reproducción, junto al lago, la de un drakkar, la
barca de imponente proa que los vikingos solían adornar con una
cabeza de dragón, de ahí el nombre de la embarcación, y que la
gente de la época asociaba al terror que los vikingos infligían en
sus incursiones. Sonrientes neovikingos venidos de media Europa,
vestidos con bastas túnicas y aparejos new age, simulan
viejos oficios y venden chucherías, comidas y brebajes de aquellos
siglos (del VIII al XI). Pero los vikingos no eran amables apóstoles
de una new era sino todo lo contrario.
Hay
pueblos, imperios, personajes y ciudades que quedan en la memoria con
una buena fama que a poco que se escarbe se da de palos con la
realidad de la historia. Venecia, por ejemplo, alzó su poder desde
las marismas infectas de su laguna hasta la belleza melancólica que
actualmente luce gracias a la trata de esclavos. Desde mediados del
siglo VIII, allí traían hombres y mujeres arrancados a la fuerza de
sus tierras en Dalmacia, Bohemia y la propia Italia para embarcarlos
en dirección a Bagdad o Córdoba. Los esclavistas con el tiempo se
convirtieron en honorables burgueses que levantaron los palacios e
iglesias que hoy admiramos. Lo mismo sucede con los vikingos. A
menudo se menciona con asombro las huellas que dejaron, a través de
Islandia, en Groenlandia y Vinlandia, la evidencia de que llegaron a
América antes que Colón. Sin embargo, el mayor ímpetu vikingo se
orientó hacia el sur y hacia el este. Con largas y livianas
embarcaciones de poco calado, remos a lo largo del casco y un mástil
con una vela cuadrada, se aventuraron por lejanos países
desconocidos más prósperos que los suyos, bordeando las costas o
utilizando las vías fluviales, para violentarlos y rapiñar lo que
podían. Más tarde, entraron en los mercados de oriente con una
mercancía muy apreciada, chicos y chicas jóvenes que raptaban allí
por donde pasaban, desde Irlanda a tierras eslavas (de eslavos, esclavos), que vendían en
los mercados de los alrededores del Mar Negro y del Caspio, en Merv,
Balj, Samarcanda o Taskhent, tras un recorrido de casi cinco mil
kilómetros, a cambio de plata y especies árabes que luego usaban
para comprar armas a los francos.
De
entre los escandinavos, los más temidos eran los vikingos rus, o
rhos, así denominados por el color de su pelo o quizá por su
destreza con los remos, pues no era fácil remontar el Óder, el
Nevá, el Volga, o salir sin daño de los rápidos del Dniéster. "Cada uno de ellos porta un hacha, una espada y un cuchillo", se decía. Esclavizaban a poblaciones enteras, las encerraban en corrales y los
arrastraban encadenados río arriba hacia el mercado de Atil o
Novgorod para proveer a compradores islámicos. Otros siguieron el
ejemplo de los rus, como los jázaros o los propios árabes. Si cada
año, dicen los historiadores, el imperio romano necesitaba entre
250.000 y 400.000 nuevos esclavos, mucho más que eso debió
necesitar el vasto imperio islámico que se extendía desde
Al-Andalus al Himalaya Un testimonio de época habla de un califa y
su esposa, cada uno de los cuales tenía mil esclavas y de un
poderoso que poseía no menos de cuatro mil. Los vikingos rus con el
tiempo se fueron asentando, cambiando el rapto de esclavos por la
extorsión a las tribus locales a cambio de paz y estableciéndose en
las ciudades de la estepa: Staráya Ládoga, Novgorod, Chernigor o
Kiev, dando lugar a lo que habría de ser Rusia.
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