jueves, 31 de agosto de 2017

Vikingos



              En el pueblecito noruego de Borg, en una de las islas Lofoten, todos los años, a comienzos de agosto, se celebra una semana medieval, como en tantos otros lugares, para recordar, en este caso a los vikingos. No hace mucho se descubrió un asentamiento cuya sorpresa mayor consistió en el descubrimiento de la gran casa del jefe, de 83 metros de largo por 9 de alto. El museo que se exhibe bajo la reproducida y exagerada casa del jefe, en forma de barca invertida, no tiene mucho interés, al menos yo no lo aprecié. Me atrajo, sin embargo, otra reproducción, junto al lago, la de un drakkar, la barca de imponente proa que los vikingos solían adornar con una cabeza de dragón, de ahí el nombre de la embarcación, y que la gente de la época asociaba al terror que los vikingos infligían en sus incursiones. Sonrientes neovikingos venidos de media Europa, vestidos con bastas túnicas y aparejos new age, simulan viejos oficios y venden chucherías, comidas y brebajes de aquellos siglos (del VIII al XI). Pero los vikingos no eran amables apóstoles de una new era sino todo lo contrario.

             Hay pueblos, imperios, personajes y ciudades que quedan en la memoria con una buena fama que a poco que se escarbe se da de palos con la realidad de la historia. Venecia, por ejemplo, alzó su poder desde las marismas infectas de su laguna hasta la belleza melancólica que actualmente luce gracias a la trata de esclavos. Desde mediados del siglo VIII, allí traían hombres y mujeres arrancados a la fuerza de sus tierras en Dalmacia, Bohemia y la propia Italia para embarcarlos en dirección a Bagdad o Córdoba. Los esclavistas con el tiempo se convirtieron en honorables burgueses que levantaron los palacios e iglesias que hoy admiramos. Lo mismo sucede con los vikingos. A menudo se menciona con asombro las huellas que dejaron, a través de Islandia, en Groenlandia y Vinlandia, la evidencia de que llegaron a América antes que Colón. Sin embargo, el mayor ímpetu vikingo se orientó hacia el sur y hacia el este. Con largas y livianas embarcaciones de poco calado, remos a lo largo del casco y un mástil con una vela cuadrada, se aventuraron por lejanos países desconocidos más prósperos que los suyos, bordeando las costas o utilizando las vías fluviales, para violentarlos y rapiñar lo que podían. Más tarde, entraron en los mercados de oriente con una mercancía muy apreciada, chicos y chicas jóvenes que raptaban allí por donde pasaban, desde Irlanda a tierras eslavas (de eslavos, esclavos), que vendían en los mercados de los alrededores del Mar Negro y del Caspio, en Merv, Balj, Samarcanda o Taskhent, tras un recorrido de casi cinco mil kilómetros, a cambio de plata y especies árabes que luego usaban para comprar armas a los francos.


           De entre los escandinavos, los más temidos eran los vikingos rus, o rhos, así denominados por el color de su pelo o quizá por su destreza con los remos, pues no era fácil remontar el Óder, el Nevá, el Volga, o salir sin daño de los rápidos del Dniéster. "Cada uno de ellos porta un hacha, una espada y un cuchillo", se decía. Esclavizaban a poblaciones enteras, las encerraban en corrales y los arrastraban encadenados río arriba hacia el mercado de Atil o Novgorod para proveer a compradores islámicos. Otros siguieron el ejemplo de los rus, como los jázaros o los propios árabes. Si cada año, dicen los historiadores, el imperio romano necesitaba entre 250.000 y 400.000 nuevos esclavos, mucho más que eso debió necesitar el vasto imperio islámico que se extendía desde Al-Andalus al Himalaya Un testimonio de época habla de un califa y su esposa, cada uno de los cuales tenía mil esclavas y de un poderoso que poseía no menos de cuatro mil. Los vikingos rus con el tiempo se fueron asentando, cambiando el rapto de esclavos por la extorsión a las tribus locales a cambio de paz y estableciéndose en las ciudades de la estepa: Staráya Ládoga, Novgorod, Chernigor o Kiev, dando lugar a lo que habría de ser Rusia.

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