La
cursilería de Oslo comienza en el parque Vigeland, construido entre
1926 y 1942 a petición de la municipalidad. Oslo entonces estaba
tomada por una intelligentsia enamorada del élan fascista, a
cuya cabeza estaba el premio nobel Knut Hamsum, que, en su momento,
despidió a Hitler de este modo: “Era un guerrero por la humanidad
y un predicador de los derechos para las naciones”. El parque ha
sobrevivido a su derrota y es el lugar más visitado y comentado de
la ciudad. Imagino el parque con las puertas vedadas y la rejería
oxidándose, aunque resistiría el granito eterno de las oscuras
esculturas, pero sucede lo contrario, hordas de cruceristas lo toman
cada mañana, con un ojo en las explicaciones del guía y el otro en
la cámara de su teléfono móvil. Tampoco es mala cosa que el parque
esté desbordado de chinos de alma ausente torpedeando cualquier
intento de paseo contemplativo. Las esculturas son feas y
extemporáneas. Es necesario que nada salve su fealdad. Las masas de
cruceristas que se anuncian es el justo castigo por la opción
elegida: una ciudad kitsch, que prefiere las copias de la
arquitectura high tech de las últimas décadas a la innovación, los
planos inclinados y las largas diagonales mármol de carrara del
Palacio de la Ópera (¡un iceberg flotando en el fiordo!) y las ondulaciones de Renzo Piano en el Museo de
Arte Moderno, con sus Jeff Koons y sus Damien Hirst, a una renovación de la
propia tradición. El cash petrolífero la ha cegado hasta el punto
de perder el sentido del gusto. Ya en el diseño neoclásico de la
larga y central avenida Karl Johans Gate que desde la Estación
Central conduce al Palacio Real, con los edificios del Parlamento, la
Universidad y el Teatro Nacional a los lados, muestra el gusto
noruego por la copia y la repetición. Incluso cuando, en el pasado,
quisieron ser modernos ya copiaban, el secesionismo vienés, por
ejemplo, presente en los teatros de Oslo y Bergen. No hay un Munch de
la arquitectura que trace caminos nuevos.
El
lado kitsch noruego sigue en el humorismo de sus parques, con figuras
coloristas infantiles, trolls y figuras de cuento, tanto en Oslo como
en Bergen. Kitsch es la Casa de la Literatura, el Palacio de la Paz o los decorados nacionalistas de la gran sala del Ayuntamiento donde cada año se entrega con pompa antigua el premio nobel, los
cruceros por los fiordos y las casetas de los partidos políticos
distribuidas ordenadamente en la avenida peatonal, hasta el aire
cómicamente marcial del grupo de extrema derecha que discursea
delante del Parlamento contra la inmigración islámica o los
individuos que con un cartel en la mano se plantan solitarios en
medio de la calle reclamando atención ecológica o animal lo son.
Oslo no es la quintaesencia de Europa, modernidad y culpa, edificios
de cristal y mármol, impolutos y diáfanos, con el alma perdida en
laberintos sin salida, pero se le parece mucho, como una Barcelona
del norte.
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