domingo, 13 de agosto de 2017

14. Oslo



              La cursilería de Oslo comienza en el parque Vigeland, construido entre 1926 y 1942 a petición de la municipalidad. Oslo entonces estaba tomada por una intelligentsia enamorada del élan fascista, a cuya cabeza estaba el premio nobel Knut Hamsum, que, en su momento, despidió a Hitler de este modo: “Era un guerrero por la humanidad y un predicador de los derechos para las naciones”. El parque ha sobrevivido a su derrota y es el lugar más visitado y comentado de la ciudad. Imagino el parque con las puertas vedadas y la rejería oxidándose, aunque resistiría el granito eterno de las oscuras esculturas, pero sucede lo contrario, hordas de cruceristas lo toman cada mañana, con un ojo en las explicaciones del guía y el otro en la cámara de su teléfono móvil. Tampoco es mala cosa que el parque esté desbordado de chinos de alma ausente torpedeando cualquier intento de paseo contemplativo. Las esculturas son feas y extemporáneas. Es necesario que nada salve su fealdad. Las masas de cruceristas que se anuncian es el justo castigo por la opción elegida: una ciudad kitsch, que prefiere las copias de la arquitectura high tech de las últimas décadas a la innovación, los planos inclinados y las largas diagonales mármol de carrara del Palacio de la Ópera (¡un iceberg flotando en el fiordo!) y las ondulaciones de Renzo Piano en el Museo de Arte Moderno, con sus Jeff Koons y sus Damien Hirst, a una renovación de la propia tradición. El cash petrolífero la ha cegado hasta el punto de perder el sentido del gusto. Ya en el diseño neoclásico de la larga y central avenida Karl Johans Gate que desde la Estación Central conduce al Palacio Real, con los edificios del Parlamento, la Universidad y el Teatro Nacional a los lados, muestra el gusto noruego por la copia y la repetición. Incluso cuando, en el pasado, quisieron ser modernos ya copiaban, el secesionismo vienés, por ejemplo, presente en los teatros de Oslo y Bergen. No hay un Munch de la arquitectura que trace caminos nuevos.

             El lado kitsch noruego sigue en el humorismo de sus parques, con figuras coloristas infantiles, trolls y figuras de cuento, tanto en Oslo como en Bergen. Kitsch es la Casa de la Literatura, el Palacio de la Paz o los decorados nacionalistas de la gran sala del Ayuntamiento donde cada año se entrega con pompa antigua el premio nobel, los cruceros por los fiordos y las casetas de los partidos políticos distribuidas ordenadamente en la avenida peatonal, hasta el aire cómicamente marcial del grupo de extrema derecha que discursea delante del Parlamento contra la inmigración islámica o los individuos que con un cartel en la mano se plantan solitarios en medio de la calle reclamando atención ecológica o animal lo son. Oslo no es la quintaesencia de Europa, modernidad y culpa, edificios de cristal y mármol, impolutos y diáfanos, con el alma perdida en laberintos sin salida, pero se le parece mucho, como una Barcelona del norte.

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