He
reconocido barrios como Mollenpris, locales como el Café Ópera, las
calles ascendentes y húmedas de Bryggen hacia Fløyen, he adivinado
o visto interiores, habitaciones, salas de estudio donde hablar y
emborracharse y he visto lo que Knausgård omite en sus novelas, la
imponente naturaleza. Knausgård tiene sus razones. La literatura
cerró ese capítulo. Ya no hay poetas que canten a los exploradores,
ni héroes trágicos enfrentados a fuerzas desatadas. Tampoco es
tiempo ya de paisajes interiores, de hombres atormentados por la
falta de Dios o mujeres desgarradas en busca de libertad. Knausgård
prefiere la comedia del yo a la comedia de costumbres (James Wood).
Este es el tiempo del aburrido hombre común. Knausgård fija lo
poético en el instante pronto olvidado, la impresión anímica
después de que los bares hayan cerrado o la chica se haya levantado
para ir a trabajar, aquello que la foto no capta bien o el cine solo
refleja de forma superficial.
Han
pasado treinta años de la experiencia recordada por Knausgård en su
quinto avatar, Tiene que llover, Bergen y el mundo han
cambiado. El turismo masivo de los cruceros y la fotografía
inmediatamente consumida han matado la canción, cualquier
experiencia es simulacro. Vida de plástico. Pronto no quedará un
lugar en el mundo que no haya sido hollado por la masa. No es extraño
que triunfen las series fantásticas en televisión, el espacio
imaginario aún puede seguir siendo explotado.
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