“Todo consiste en mantener la vista bien fija en los hechos de la naturaleza y recibir así sus imágenes simplemente tal como son. Pues no quiera Dios que vayamos a hacer pasar un sueño de nuestra imaginación por la norma del mundo”. (Francis Bacon).
Aníbal
cruzó los Alpes para destruir un imperio. Lo admiramos por tal
hazaña, pero el imperio que destruyó no fue el de su enemiga Roma,
sino el suyo propio, Cartago. Lo mismo le sucedió al emperador
japonés cuando lanzó sus aviones contra Pearl Harbour, le costó su
propio imperio. China ha tardado seis siglos en recuperarse del gran
error del emperador Hongxi, que tras la muerte de su almirante Zheng
He, en 1433, ordenó destruir las naves y el registro de los viajes
de la flota oceánica más grande y capaz de su tiempo. Esa decisión
pasó el testigo del poder a Europa. También lo largo del tiempo se
han producido grandes errores científicos, aunque su transcendencia
no ha tenido el equivalente de aquellos errores políticos o
militares. En algún caso, incluso, fueron errores fructíferos.
Freeman
Dyson considera cinco grandes errores de científicos recientes,
patinazos de la ciencia los llama. Darwin explicó la evolución de
la vida con su teoría de la selección natural de variaciones
hereditarias, pero se equivocó en asumir que la herencia era
mezclada, según la cual los caracteres heredados por los hijos son
una mezcla de los caracteres de los padres. Era lo que pensaban los
agricultores y ganaderos de la época de Darwin. Mendel, por la misma
época, demostró con su laborioso y paciente estudio de la
hibridación de los guisantes que las unidades que transportan la
herencia -los genes- no se mezclan, sino que se transmiten de
generación en generación sin cambios, aunque aleatoriamente. Kelvin
descubrió las leyes de la energía y del calor y, basándose en
ellas, creyó que podía establecer la edad de la Tierra. No tuvo en
cuenta otros factores, especialmente la estructura y dinámica de la
Tierra (era ciego a los erupciones volcánicas, por ejemplo), y erró
en un factor de cincuenta. Pauling descubrió la estructura química
de las proteínas, el ladrillo de todos los tejidos vivos, y, a
continuación, propuso una estructura para el ADN. Creyó que el
patrón de las proteínas sería el mismo que el del ADN. También
erró. Un año después Crick y Watson encontraron la estructura
correcta. El científico más reacio a admitir el error ha sido Fred
Hoyle. Descubrió que los elementos pesados necesarios para la vida,
carbono, nitrógeno, oxígeno y hierro, se cuecen en las reacciones
nucleares de las estrellas masivas. Luego, propuso una teoría sobre
el universo, la de que el universo existe desde siempre sin ninguna
gran explosión originaria, la idea de la cosmología estacionaria. Y
mantuvo su idea mucho después de que en 1964, Arno Penzias y Robert
Wilson midieran con exactitud (3k) la radiación de fondo de
microondas que llena el universo por completo, vestigio de la gran
explosión. El error que no fue tal, o sólo a medias, es el que
cometió Albert Einstein. Einstein descubrió la gran teoría del
espacio, el tiempo y la gravitación, la relatividad general. A esa
teoría le añadió lo que después se conocería como energía
oscura, que supone ni más ni menos que tres cuartas partes de la
masa total del universo. Einstein propuso la idea de su existencia y
luego la retiró. El patinazo consistió en retirarla, pues cincuenta
años después de su muerte se ha demostrado que era una idea
necesaria para entender el universo.
Esta
explicación aparece en el último capítulo de Sueños de Tierra
y Cielo, de Freeman Dyson. El libro es una recopilación de
reseñas de otros libros. Pero no son meras reseñas, sino una suerte
de estado de la cuestión de los temas que trata, casi todos
científicos. Una buena parte de los libros reseñados son
biográficos: sobre Von Braun y los cohetes, sobre Oppenheimer y el
nacimiento de la bomba, sobre Frank Wilczek y la excesiva confianza
puesta en las grandes y costosísimas máquinas de investigación,
como el europeo LHC y otros aceleradores de partículas, cuando quizá
podría esperarse lo mismo de los detectores pasivos de Japón y
Canadá, mucho más baratos, sobre Paul Dirac, el genio raro,
¿autista?, a quien compara con Einstein, sobre Rychard Feynman y su
capacidad para explicar con imágenes las difíciles ecuaciones de la
mecánica cuántica, sobre los científicos ingleses que dieron
origen a la Royal Society, cuyo lema era Nullius in verba,
algo así como “Nadie nos dirá cómo debemos pensar”, sobre al
peso de los matemáticos, desde Pierre de Maupertuis a Newton, en la
comprensión de las leyes que gobiernan el universo, o sobre los
físicos de la revolución de Copenhague que dio origen a la mecánica
cuántica. Hay pequeños ensayos sobre temas candentes como la
revolución biotecnológica que nos espera a la vuelta de la esquina
o la cuestión del calentamiento global; algunos turísticos, como
una excursión por las islas Galápagos y hasta uno dedicado a la
relación entre poesía y ciencia, otro sobre las grandes ilusiones
militares de construir la máquina definitiva que no fue tal: el mito
del acorazado o del bombardero invencible o las armas nucleares. En
dos ensayos se pregunta Dyson “¿cuándo y por qué la filosofía
perdió su garra?, ¿cuándo llegó a ser una reliquia endeble de
glorias pasadas?”, es decir, cuál fue el último filósofo
presente en la conversación pública o cómo la filosofía perdió
la guerra con la ciencia. También ofrece recensiones sobre libros
que han generado una gran discusión: La información de James
Gleick o Pensar rápido, pensar despacio de Daniel Kahneman,
donde se habla sobre las ilusiones cognitivas aceptadas como
verdaderas y la existencia en el cerebro de dos sistemas
independientes para la organización del conocimiento, uno rápido y
otro lento.
Es
una delicia leer a Freeman Dyson porque escribe con una sencillez
apabullante, hace fácil el asunto más abstruso. Además hace que el
lector se percate de algunas insuficiencias de los libros comentados,
también de las ideas previas necesarias para leerlos.
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