Cuando
los nacionalistas apelan a sus derechos como nación separada y
diferenciada para instituirse como Estado, mediante un referéndum de
autodeterminación, quieren fundamentar ese hecho en la legitimidad
que les otorgaría el ser una comunidad con características propias,
como son una lengua, una historia propia, unos derechos históricos,
es decir, se remiten a un pasado convertido en mito, anterior a la
constitución del Estado moderno, en una época en que prevalecían
las enemistades, los conflictos, las guerras entre comunidades (de
lengua, de religión, de territorio, de negocios, de tribu), de tal
modo que los conflictos se dilucidaban mediante la guerra continua o
larvada, porque el estado natural, entonces, no era la paz, sino la
guerra o la tregua, el cese el fuego, el armisticio con acuerdos o
tratados más o menos duraderos a la espera de que recomenzase la
guerra. Cuando en el siglo XVII surge el Estado moderno como pacto
social (Hobbes), tras las sangrientas guerras de religión que se
habían iniciado con la protesta de Lutero, con el objetivo de
alcanzar una paz duradera (la kantiana paz perpetua), lo
hace mediante un acto racional que toma la forma de pacto social
expresado en la Constitución, prescindiendo deliberadamente,
racionalmente, de las diferencias de naturaleza (lengua, religión,
tribu), como si los firmantes del pacto estuvieran desnudos y sin
rostro, no predeterminados por su nacimiento o ropaje natural, cada
uno de ellos un ser humano igual a los otros
firmantes del pacto, de modo que aquello que firmaban pudiese
aplicarse en igualdad de condiciones a todos los hombres. Una vez
instaurado el Estado de Derecho cada cual podría ser, aceptar o
creer lo que quisiese a condición de respetar y cumplir la ley que
obligaba a todos. Era el pacto el que permitía que cada cual
profesase una religión, se expresase en una lengua particular, afirmase su diferencia, en
ningún caso la lengua o la religión, el interés comercial o los
lazos tribales eran el origen del Estado de Derecho. El orden civil
no tiene su origen en la naturaleza ni en un hecho histórico sino
que es una simple idea de razón (Hobbes, Nietzsche).
Por
tanto, no puede haber Estado que se diga moderno y busque su
legitimidad en el periodo anterior a los estados modernos que
surgieron en el XVII, luego teorizados por la Ilustración, y que se
instituyeron para crear las condiciones de paz perpetua, sin volver
al estado de naturaleza en que las diferencias étnicas, lingüísticas
o religiosas se solventaban con violencia, es decir, en la guerra de
todos contra todos (Schmitt) y no mediante las instituciones del
Estado liberal (parlamento, sistema judicial, prensa libre) que no
tienen ningún fundamento en la naturaleza.
La
Constitución del 78, el actual Estado de Derecho español, no es el
resultado de una guerra ni de una posguerra comandada por los
vencedores de la guerra civil sino de un acto de voluntad colectiva
expresada de una vez, redactada por representantes libremente
elegidos y aprobada en el Parlamento. Fue ese acto constitutivo el
que creó el pueblo (“El pueblo soberano no preexiste a la ley sino
que nace de ella”), es decir, el conjunto de ciudadanos españoles,
que la ratificó en referéndum posteriormente (¡cuando ya estaba
hecha!), y en ese acto único y formal se estableció el proceso para
enmendarla o reformarla, así como la legalidad de los poderes delegados, regionales o autonómicos, y los derechos individuales de cada uno y de todos los
ciudadanos. De ese modo no puede considerarse más que como
movimiento retrógrado, de vuelta a la naturaleza, el de los
independentistas cuando pretenden reconstruir una comunidad perdida,
anterior a todo derecho. La nación de la que hablan, “tan fácil
de sentir y tan difícil de comprender”, no puede quedar fuera del
ámbito de la inteligencia y del derecho. No puede apelarse a un
pueblo o nación
“anterior y superior a la Constitución que sirve de justificación a todos los totalitarismos, y es la idea con la cual tuvieron que romper precisamente los tratadistas del Estado moderno para alumbrar el concepto de poder público, que no es la expresión de una voluntad preexistente -que no podría ser más que un conjunto de arbitrariedades ingobernables incapaces de fijar una dirección política-, sino lo que convierte a esa sociedad indefinida en un cuerpo político de ciudadanos”. (José Luis Pardo, Estudios del malestar).
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