Ciento
treinta kilómetros bordeando la costa para llegar al Nordkapp. Gris
la pedrera de la playa, la masa rizada del agua del mar, el verde
apagado que cubre la roca, la neblina que está a punto de apagarlo
todo. Sólo una colonia de alcatraces destella sobre el acantilado
que se desploma y la mancha parduzca de las algas, la tundra estéril,
los secaderos de bacalao como esqueletos de dinosaurio. Las brumas
fantasmales que al otro lado del fiordo tapan cerros de abultadas
formas. Un túnel de casi siete kilómetros y hasta 212 metros bajo
el nivel del mar para llegar a la isla de Magerøya, la isla estéril,
donde está el Cabo Norte.
Hay
dos lugares que se disputan el punto más al norte de Europa. Uno
lleva el nombre de Nordkapp, pero es la punta de Knivsjelodden (71º
11' 08'' N) la que gana el pleito y la que merece la caminata por un
sendero pedregoso de 9 kilómetros y otros tantos de vuelta, la que
permite la bella vista sobre el vertical acantilado del Norkapp,
donde los suicidas modernos van buscando un bel morir entre
el mar de Noruega y el mar de Barents. Las emociones son
juveniles, las otras tienen mucho de simulacro, así que saberme en
la punta norte de Europa me excita moderadamente, quizá, mejor,
gozar de un atardecer que no se acaba y de vuelta, sobre la casa de
madera del camping, orientada al norte, ligeramente elevada sobre el
fiordo, el largo crepúsculo en technicolor, antes de que a las dos
se tornase en potente amanecer.
Hiélame
el corazón
pero
abrásame el alma,
me
dice este leopardo que pasea cadencioso
sus
manchas blancas sobre la verde tundra.
Yo
contemplo aturdido su áspera belleza
desde
la ventana que lo pone en movimiento
protegido
por el cristal
aislado
en el aire cálido
con
los ojos abiertos y cerrada la boca
no
puedo corresponder a tu frío amor, pienso,
mi
corazón es de plástico,
mi
alma se fundió ahíta
cuando
la belleza dijo basta.
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