Un
fantasma corroe las hasta hace poco tranquilas sociedades
occidentales, el fantasma de la identidad. La brecha que azuzaba el
conflicto ya no es la que separa a los pobres de los ricos, o no
primordialmente, sino la que establecen los embudos mentales que han
ido fabricando nuestras restrictivas visiones del mundo. Religión,
etnia, género, inclinación sexual, nación. Pero así como la
división social que la desigualdad económica establecía era
porosa, susceptible de ruptura, promoción y cambio de estatus y
mejora, los grupos de identidad establecen barreras insalvables,
guetos, burbujas que delimitan dentro y fuera, nosotros y ellos, con castigos económicos y sociales, pero básicamente simbólicos
a quienes osan transgredir las normas del grupo o salir de él.
La
lucha por la mejora económica establecía objetivos, horizontes,
metas y la solidaridad de clase luchaba por alcanzarlos. La realidad
era analizada en función de ganancias y pérdidas, de avances y
retrocesos en función de los datos, puntos de partida y puntos de
llegada. Aparte de la extravagancia de los enormemente ricos, la
sociedad occidental se está igualando por el medio con algunas
balsas de pobreza más o menos cauterizadas. Los grupos de identidad
son cerrados, centrífugos, con un uso del lenguaje simbólico. Los
hechos, los datos, el pasado y el futuro se rehacen en busca de la
cohesión y la cerrazón por encima de la realidad objetiva (de la
verdad).
Muchos
movimientos y partidos que pasan por progresistas en realidad se
encuadran en la reacción de la identidad. No es ninguna novedad, es
una vuelta con ropajes nuevos a la nostalgia de la tribu. Los
combativos militantes de los grupos de identidad no se conciben como
individuos con deberes y responsabilidades separadas sino que su
pertenencia al grupo los hace sujetos de derechos y privilegios
colectivos. Los miembros del colectivo LGTB, por ejemplo, no hablan de su problema
personal sino de agravio u orgullo colectivo.
Nuestro
magma mental está atravesado por múltiples identidades, pero no
todas tienen la misma fuerza. Las hay fluidas e inocuas como el
fanatismo deportivo y las hay estancas y graníticas como la fe
religiosa o la afirmación nacional. Las primeras se conforman con
una pertenencia simbólica y una gratificación temporal, las otras
buscan un sello eterno, que perdure más allá del tiempo histórico,
con un valor superior a la propia vida. En determinadas
circunstancias se convierten, en feliz expresión de Amin Malouf, en
identidades asesinas.
Si
el fantasma del comunismo, que buscaba una gratificación terrenal,
la igualdad económica y social de los hombres, sembró de millones
de cadáveres el siglo XX, el fantasma de la identidad, que también
hizo de las suyas en el mismo siglo, con objetivos inmateriales, se
convierte en la gran amenaza del siglo XXI. Con la edición
biotecnológica al cabo de la esquina, el mundo puede dotar a la
bestia de la tribu con armas de construcción y destrucción masiva,
individuos a la carta convertidos en falanges de identidad.
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