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Pueblo muerto
Tras
una kilometrada, poco después de pasar el Odra, quiero parar en el
próximo pueblo para tomarme un café, el café que cada mañana
enciende la electricidad de mi cerebro. Justo en el cruce que lleva
al pueblo, enfrente, ligeramente oculto, un todoterreno de la guardia
civil. Delante, de pie, inmóvil como un árbol mocho, las gafas
reflectantes, la mitad de la pareja, las manos sobre el cinturón.
Saludo. Obtengo un queja de urraca como respuesta. Sigo adelante unos
kilómetros más, doy la vuelta y entro en el pueblo. La pareja ya no
está. Calles solitarias, puertas y balcones cerrados, un hombre que
se aleja por una vereda. No hay rastro de bar, ni antiguo ni moderno,
sino un rastro ajado en la forma de las casas, el piso alto
sobresaliendo de la planta baja retranqueada, una construcción
original. Sin duda, hubo vida aquí. Ya no. Sigo recorriendo las
calles buscando una salida hacia la iglesia, la iglesia grande, pues
he visto desde la carretera, con sorpresa que el pueblo tiene dos,
dos iglesias firmes, en buen estado, fieras del antiguo poder. La más
grande apenas tiene espacio alrededor para contemplarla, como si a su
imponente torre le bastase la admiración lejana. La menos imponente
está exenta pero no es más amigable, paredones, contrafuertes, bien
atrancada. Una noticia en un panel cuenta que para elevarla se
acarreó material del cercano monasterio de San Antón. Se desnudó a
un santo para vestir a un lego. Absorto, me saca de la inmersión en
el pasado un ruido a mis espaldas. Como en una procesión, dos
chavales, una chica con pantaloncillos ceñidos y piel cetrina, un
chico con una pequeña mochila a las espaldas, quizá no tan niños,
ocupan en marcha el camino entero que pasa delante de la iglesia,
cada uno, con ambas manos llenas de las traíllas con que conducen un
montón de perros, altos, grandes, silenciosos como los amos, todos
con la cabeza hundida en el polvo, apenas levantan los ojos para ver
a este extraño, a horcajadas sobre la bici, delante del cartel
informativo, perplejo ante ese desfile de ánimas. Sigo su extraña
marcha intemporal hasta que se pierden en la lejanía por la Vía
Aquitania, tan perplejo que no se me ocurre hacerles una foto que de
cuenta del prodigio. No sacuden el polvo del camino, nada les atrae
del campo que se extiende en todas direcciones, ni lo que dejan
atrás, ni lo que se mueve a su lado, todos, hombres y perros,
sumidos en una cavilación intemporal.
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