En
el camino del escritor hay al menos dos bifurcaciones que debería
sortear. La primera es no dejarse llevar por el enojo. Para algunos,
simple resentimiento por no ser reconocido por los méritos que se
cree poseer, para otros, el cabreo que siente al ver cómo triunfa la
vulgaridad. La escritura que produce este salirse de quicio es
vistosa, a veces ingeniosa y suele complacer a los fans. Es buena
para columna de periódico o revista semanal, para el desahogo en una
entrevista o para sacar unas risas al público entregado en una
conferencia, pero no suele pasar el filtro del tiempo. El suelo patrio está lleno de tales especímenes.
La
segunda peligrosa bifurcación lleva a escribir con la pluma puesta
en la bondad. El escritor que comprende y justifica, para quien el
mundo está separado por un gran cortinaje que separa la luz de las
tinieblas. Esa visión le garantiza un puñado de lectores y el
continuado tintineo de los derechos de autor en la cuenta corriente.
Es una actitud que, quizá lúcida al principio, pronto se identifica
con la complacencia. Algunos escritores bondadosos han recibido el
Nóbel.
Félix
de Azúa, con ser uno de los escritores actuales que sigo y admiro,
cae a veces en uno u otro defecto. Es difícil mantener en todo
momento la guardia alta. En todo caso, no se puede ser igualmente
exigente en los libros comprometidos que en las letrillas dedicadas a
la prensa. Es lo que sucede con la recopilación que es Nuevas
lecturas compulsivas. Aunque en
todos los textos recogidos hay alguna frase llamativa, una referencia
erudita, un eco brillante, en muchos hay como una reiteración, una
marca de estilo que acaba por agotar al lector. Sin embargo, hay unos
cuantos que conservan la frescura que acompaña al mejor Azúa,
aquellos en que está presente el grito de guerra de los jóvenes y
lúcidos: “Detente instante, ¡eres tan hermoso!”. No es parco en
elogios cuando lo detecta en autores recientes, aunque, en general,
es en los grandes autores del pasado donde ve la violenta revuelta
contra la mortalidad.
Destacaría
unos pocos por los que merece la pena leer este libro, desde mi punto de
vista. El primero de todos el que dedica a su poeta favorito
Hölderlin, lleno de conjeturas sobre la poesía (“Poesía es
aquello que escapa a la historicidad”), la traducción, la interpretación (bíblica) y hasta sobre la taxonomía: poesía
pequeña (Lorca, Verlaine, Browning) y gran poesía (Shakespeare,
Rimbaud, Hölderlin). Método que continúa en Pintura y
poesía. Ut pictura poesis. El
que dedica a Cervantes, aunque sólo sea por atreverse a poner en el
mismo plano interpretativo al Jesús bíblico y al Don Quijote
ficticio (o no menos ficticio), ambos en el inicio de la aventura de
la conciencia que se sabe mortal, y también por la digresión sobre
el origen literario de las lenguas modernas: las versiones
renacentistas de la Biblia en las lenguas vulgares (la de Lutero para
el alemán, la del King James para el inglés), cuyo equivalente para
el castellano no sería la muy prohibida de Casiodoro de Reina sino
el texto cervantino. Y, por último, por no alargarme, el discurso de
entrada en la RAE, por ver adónde le lleva la llegada de un nuevo
vocablo al diccionario, serendipia. Hay más textos donde detenerse,
claro, con los chispazos sueltos de una inteligencia infrecuente.
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