miércoles, 28 de junio de 2017

“Detente instante, ¡eres tan hermoso!”



               En el camino del escritor hay al menos dos bifurcaciones que debería sortear. La primera es no dejarse llevar por el enojo. Para algunos, simple resentimiento por no ser reconocido por los méritos que se cree poseer, para otros, el cabreo que siente al ver cómo triunfa la vulgaridad. La escritura que produce este salirse de quicio es vistosa, a veces ingeniosa y suele complacer a los fans. Es buena para columna de periódico o revista semanal, para el desahogo en una entrevista o para sacar unas risas al público entregado en una conferencia, pero no suele pasar el filtro del tiempo. El suelo patrio está lleno de tales especímenes.

              La segunda peligrosa bifurcación lleva a escribir con la pluma puesta en la bondad. El escritor que comprende y justifica, para quien el mundo está separado por un gran cortinaje que separa la luz de las tinieblas. Esa visión le garantiza un puñado de lectores y el continuado tintineo de los derechos de autor en la cuenta corriente. Es una actitud que, quizá lúcida al principio, pronto se identifica con la complacencia. Algunos escritores bondadosos han recibido el Nóbel.

              Félix de Azúa, con ser uno de los escritores actuales que sigo y admiro, cae a veces en uno u otro defecto. Es difícil mantener en todo momento la guardia alta. En todo caso, no se puede ser igualmente exigente en los libros comprometidos que en las letrillas dedicadas a la prensa. Es lo que sucede con la recopilación que es Nuevas lecturas compulsivas. Aunque en todos los textos recogidos hay alguna frase llamativa, una referencia erudita, un eco brillante, en muchos hay como una reiteración, una marca de estilo que acaba por agotar al lector. Sin embargo, hay unos cuantos que conservan la frescura que acompaña al mejor Azúa, aquellos en que está presente el grito de guerra de los jóvenes y lúcidos: “Detente instante, ¡eres tan hermoso!”. No es parco en elogios cuando lo detecta en autores recientes, aunque, en general, es en los grandes autores del pasado donde ve la violenta revuelta contra la mortalidad.


             Destacaría unos pocos por los que merece la pena leer este libro, desde mi punto de vista. El primero de todos el que dedica a su poeta favorito Hölderlin, lleno de conjeturas sobre la poesía (“Poesía es aquello que escapa a la historicidad”), la traducción, la interpretación (bíblica) y hasta sobre la taxonomía: poesía pequeña (Lorca, Verlaine, Browning) y gran poesía (Shakespeare, Rimbaud, Hölderlin). Método que continúa en Pintura y poesía. Ut pictura poesis. El que dedica a Cervantes, aunque sólo sea por atreverse a poner en el mismo plano interpretativo al Jesús bíblico y al Don Quijote ficticio (o no menos ficticio), ambos en el inicio de la aventura de la conciencia que se sabe mortal, y también por la digresión sobre el origen literario de las lenguas modernas: las versiones renacentistas de la Biblia en las lenguas vulgares (la de Lutero para el alemán, la del King James para el inglés), cuyo equivalente para el castellano no sería la muy prohibida de Casiodoro de Reina sino el texto cervantino. Y, por último, por no alargarme, el discurso de entrada en la RAE, por ver adónde le lleva la llegada de un nuevo vocablo al diccionario, serendipia. Hay más textos donde detenerse, claro, con los chispazos sueltos de una inteligencia infrecuente.

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