La
publicidad. Las tertulias televisivas. El móvil en la mano. El tren abarrotado.
El metro, allí donde la multitud es el sustituto de la humanidad. La ciudad y
el ruido, donde cada uno de los hombres y mujeres con que te cruzas no son
hombres o mujeres sino objetos, autómatas quizá, de fabricación en serie:
obstáculos, estorbos, extraños. Como mucho, objetos de deseo fugaz. Donde la
vista, la nariz, el tacto se embotan o solo captan lo extremo: lo podrido, lo
chillón, la herrumbre de las cosas.
Quién
querría vivir en esta ciudad, convertirse en muchedumbre, donde el
cosmopolitismo ya no es acentos graciosos, colores y olores sorprendentes sino
montón, indiferenciada masa.
Coches,
camiones, asfalto, humo, partículas cancerígenas en suspensión. Y el verano que
lo aplasta y lo sumerge en goterones de sudor, camisetas empapadas, cuerpos malolientes.
La
publicidad. La publicidad invasiva para quien todo hombre es un niño tonto y
predispuesto a ser violado. Sólo cuando se baja de la montaña se hace evidente
el hecho nefando: la publicidad es una violación de inocentes. La televisión,
un púlpito que se disfraza, la radio un apaciguamiento de la culpa. Un
movimiento liberador, una fuerza política radical debería prohibir de inmediato
tal violación, y después los coches y su rastro de muerte inmediata o diferida,
como no hace mucho se prohibió el tabaco con cierto escándalo de los lentos. Y
en consecuencia las televisiones, o su actual modelo, que no es otra cosa que
altavoz de la publicidad.
Solo
después de la prohibición de la publicidad como instrumento de violación y de
su altavoz podría pensarse en un uso diferente, porque en la publicidad y en la
televisión se sueltan como perros de presa ideas sin pensamiento, eslóganes sin
reflexión. La publicidad es obligación y coerción. No.
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