a
N.
Albergamos
la ilusión de que nos quieran, no que nos admiren. Sentirse halagado es una
derrota. En el halago hay una pizca de envidia, por tanto sabemos que no es
sentimiento noble. Además somos halagados por lo que decimos o escribimos, o
por lo que hemos hecho o por lo que dicen de nosotros o, en el peor de todos
los halagos, por lo que representamos, todo cosas externas, extensiones de
nuestra personalidad. (Aunque creo que hay algo aún peor: convertir la
admiración en enamoramiento, y si se tiene la oportunidad casarse con el
admirado. Que vida podrida la de los dos. Como decir, qué grande es
Shakespeare, qué inmenso el Quijote, eliminando con ello lo único admisible en
la relación del lector con el autor o su obra, la fruición). Nada de eso merece
elogio, o es fruto de un don que otros no tienen o no están en disposición de
cultivar o del impulso por construir algo benéfico que ponemos a disposición de
los demás, algo que brindamos sin pensar en el beneficio. El halago rebaja a
quien lo hace y hace pavonearse a quien lo recibe, por tanto asalta la dignidad
de ambos. El halago es como una mosca que nos ronda, mientras estamos vivos la
apartamos a manotazos, cuando decaemos estamos prestos para los honores.
A lo
que uno aspira es a que le quieran, a que le quieran incondicionalmente, sin
motivos, sin consecuencias. Pero ese amor solo lo brinda la madre. En la madre
es una disposición natural, un instinto quizá. La madre es feliz y sufre por
esa incondicionalidad, pero el hijo no da mucha importancia a esa querencia
porque siempre ha estado ahí como el agua, el sol o el oxígeno que nunca nos
falta. Queremos sobre todo el amor de una mujer (o de un hombre; la amistad es
otra forma del querer, siempre que el trato sea de igual a igual) y durante un
tiempo parece que lo conseguimos, pero es una ilusión momentánea. No dura. Lo
intentamos sin tregua hasta que el tiempo se nos echa encima y nos agota.
Entonces nos retorcemos en el castillo interior, quejosos ante el ingrato
mundo que no nos reconoce, el segundo destino del hombre, anterior a la muerte,
la soledad.
Recibir
halagos por lo que haces y no ser querido por lo que eres es una maldición, una
condena. Quien te halaga ve en ti un aura, una nube que no tarda en disiparse y
cuando lo hace deja a la vista un alfeñique al que se mira en picado. Ser
querido es verse situado en el mundo, a la misma altura que un árbol o un león.
Sólo así se alcanza el presente continuo, que es el modo del vivir.
Aunque como
digo, ser querido es una ilusión que se forja en el sueño humano de liberarse
de la determinación natural. Deseamos con firmeza ser algo más que naturaleza y
algo más que actos y dichos, seres individuales y únicos capaces de
escapar a nuestro destino. Tenemos dignidad si la vemos reflejada en los ojos
del otro. Del otro que nos ama. El amor que deseamos nos confirma que poseemos
un valor infinito.
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