Parking en
la estación de tren de Lérida, no más de quince minutos: Enrique. Bocata en
carretera de montaña, pasado Aínsa, junto a dos motards franceses. Café
en Torla: chispea, el Tour en la tele, Quintana no puede, hace fresco, parece
que ha llovido los dos días anteriores, contraste con el calor del litoral.
Seis kms de pista para llegar al camping del Valle de Bujaruelo. Camping en
terrazas, pequeños cuartos sobre la oficina, bungalows, mucho europeo. Tenemos
un pequeño cuarto. El río Ara que pasa al lado es la banda sonora, día y noche.
Un bonito puente nos lleva a las sendas de la rivera contraria. El agua está
muy fría. A las ocho la cena: sabrosos los primeros platos y los postres, los
segundos más normales. Duermo sobre una sábana saco.
Tendeñera.
Suena el despertador a las siete. Desayuno en el bar del camping: dos pequeños
cruasanes, una magdalena, pan tostado, zumo de brik y café con leche. Un grupo
de montañeros de parla catalana en la mesa de enfrente. Remontamos en coche
tres kms y medio para llegar al refugio de Bujaruelo. El día se despereza fresco
con una ligerísima bruma. Subimos por la pista de la izquierda hasta llegar al
ancho, plano y verde valle del Otal. Mugidos y cencerros de vaca. Caminamos
hasta llegar a una cabaña en el fondo del hermoso valle, intentamos seguir las
marcas rojas, o los hitos, de la ruta que ha de llevarnos a la cima del
Tendeñera. Tratando de evitar la bosta reciente las perdemos. Subimos por la
empinadísima ladera de la izquierda, casi a tientas. Yo no llevo más que un
bastón. El bosque se acabó con la pista, a la entrada del valle, el verde en
las primeras estribaciones, ya solo queda pedriza y roca viva más o menos consistente.
Superamos un nivel, luego otro y luego el que parece el último, escalones que
salvan paredes casi verticales, pero no acabamos de llegar a la cima. La
perspectiva cambia en cada nivel y cuando por la tarde miremos desde la ladera
contraria la subida que ahora hacemos nos dejará perplejos. Solo miro hacia
arriba porque la caída es de vértigo. Cuando llegamos al collado, Enrique decide
que el pico de la izquierda es el Tendeñera y sube. Pero pronto nos damos
cuenta que no lo es y que el Tendeñera real está muy lejos. Caminamos. Tres
montañeros de la zona con los que topamos nos señalan la cima auténtica.
Caminamos. Otra vez escogemos el camino más pedregoso para remontar la cima. Yo
renuncio a unos pocos metros antes de llegar. Vértigo. Enrique la corona. Yo
busco un lugar protegido del viento para comer. A la vista tenemos las cimas
famosas: Vignemale, Midi, Monte Perdido. Mientras, llega el grupo de los
montañeros de parla catalana que suben el Tendeñera siguiendo los hitos. Vienen
desperdigados, a la cola dos mujeres se arrastran agotadas. Nos señalan el
camino correcto. La bajada, ahora sí, por la ruta marcada, es larga, muy larga,
interminable. Seguimos las larguísimas zetas de la vertiente sur del valle
hasta bajar a la cabaña, a la planicie del Otal y a la pista que nos conduce al
refugio de Bujaruelo. Diez horas caminando. Coche, pista, ducha, un brik de
naranja, lavado de la ropa, algo de wifi que habla de atentados terroristas en
media Europa, y cena a las ocho. Quiche, trucha de río, melón y vino. El grupo
de montañeros que nos saluda. Un padre con su hijo adolescente. Una pareja de jóvenes
franceses. Un hombre que lee mientras cena. Otra pareja de franceses maduros.
Se ha levantado el aire, hace frío. Cuesta dormir porque las piernas no cejan
en su mudo murmullo de protesta.
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