El efecto,
cuando no hay una máxima exigencia de concentración para saber dónde poner un
pie tras otro, si caminas solo o si no hay conversación con quien te acompaña,
es el de sucesión de imágenes inconexas, a menudo informes, de nombres e ideas
sin entidad, antes de que la mente se quede en blanco y solo perciba las cosas
inmediatas que ocurren en la naturaleza, que asalta los sentidos sin orden: la
luz, el sonido, la temperatura, el sudor, las huellas, el declive, la rugosidad
del terreno, la vegetación o su falta, las formas que el cerebro trabaja sin
necesidad de que afloren a la conciencia, de modo que la marcha se convierte en
el medio y el fin.
No hay
belleza ni asombro ante el paisaje sino solo contraste entre lo gris y lo blanco, entre el
limpio azul y la negrura que toma cuerpo, si la conciencia no despierta al
comentario que lo afirma y constata. En lo alto de la montaña como en el llano
es propicia la bobería, lista para la exclamación y el encantamiento. La mejor
conversación es la que deja hablar al cansancio de los cuerpos, la sed, el
hambre, los surcos de sudor, la muda protesta del esfuerzo, el silencio
cómplice, la mirada puesta en la próxima cima o en la bajada larga, en su dureza y longitud.
La mente
calla, pero el cerebro sigue febril cuando el cuerpo toma el mando. Todo queda
en suspenso, las cosas dejadas en el llano, los problemas de la ciudad, esos
nubarrones que golpean como el rayo nada más enfilar la carretera de vuelta a
casa. Uno imagina la mejor compañera en el acompañante silencioso que asciende
y baja con la misma muda inconsciencia. Caminar, subir, tropezar, apartar las
ramas y las piedras, pisar: el tacto de los pies distinguiendo lo suave y lo
agudo, lo duro y lo quebrado, la tierra aplastada y el hueco oculto, lo rugoso
y lo resbaladizo, lo fijo y lo deslizante, más útil que los ojos o el oído.
No hay comentarios:
Publicar un comentario