Tras mi fracasado intento de asomarse a Marta Sanz a través
de su Farándula, la emprendo con Lección de anatomía. Me cuesta
mucho entrar en sus primeros capítulos. La novela toma en ellos a su infancia y
juventud como materia, una exploración del mundo que va descubriendo en los
saltos biológicos de esas edades constructivas. Corre el riesgo de ser una
redacción ampliada al modo de un ejercicio escolar, por ello estoy a punto de
dejarlo varias veces, pero no lo hago tratando de ver qué han encontrado los críticos
–algunos con renombre- que la han elogiado tanto. La verdad es que va ganando
es fluidez y soltura a medida que avanza por su vida, como si la propia
escritura reflejase las etapas de su crecimiento. El relato de la vida familiar
y el aire cerrado de la escuela, bastante convencionales, no muy diferente de
lo que cualquier mujer que se pusiese a ello lograría, no me animan. No
hay nada que me haga penetrar en los misterios y oscuridades que todo lector espera
encontrar en el relato de la vida propia, de los allegados, amigos o conocidos.
Sin embargo, poco a poco, hay dos cosas que me retienen: la ironía de la
autora, a veces fría burla, y en ocasiones crueldad con alguno de los
personajes que van apareciendo y el dibujo con toques surrealistas de alguno de
esos personajes. La tía Pili y la tía Marisol, Paquita y su familia de
desguaces y cuchilleros, la triste Antonia y la nube en uno de sus ojos, la
fría descripción de las asistentas de hogar, Belén y el verano en Inglaterra,
Don J y don F y sus ejercicios de respiración profunda.
La escritura se dilata –por emplear una palabra que le gusta
y repite- al llegar a la adolescencia, a las últimas etapas de EGB y
bachillerato, los amores, las transgresiones, el confuso mundo de esa edad
irrepetible, con personajes entre patéticos y dignos de compasión, sin saber la
autora a qué carta quedarse, dividida entre sus amistades del arroyo y el medio
burgués que le han legado sus padres. Compadecida de Bimba, impotente ante la
muchacha a la que humillan salvajemente un grupo de mozalbetes, a la que sólo
puede ofrecer, en la distancia, el sonajero de la literatura, de Juani y su
tienda de chucherías, toda esa gente a quienes la vida ha negado las
oportunidades que ella sí que ha tenido, golpeándose con dudosa solidaridad: “Yo
era una de las pocas niñas de la clase que vivía en la parte marítima de la
ciudad. No hacia arriba. No hacia el interior. No en la zona de los camareros y
de las buenas personas, sino en el espacio asignado a los excéntricos”.
Cuando va dejando la adolescencia y se adentra en la
universidad, el máster, la escuela de letras, la clases como profesora, la vida
de familia, la escritura se torna más íntima, reflexiva, evaluando a los nuevos
personajes que aparecen en su vida, profesores seductores o pasotas, alumnos
admirados, distantes o invasivos, suegras meticonas o excesivamente amables,
siempre con personajes entre manos como si la vida real y la escrita fuesen una
sucesión de retratos en los que la escritora no sólo evalúa a los demás sino
sobre todo los efectos que producen en ella. El interés del lector en esos
asuntos es relativo, encuentra ecos de su propia vida o pasa las hojas entre
distante y aburrido, como en esa larga descripción de cómo su suegra Tere
combate una plaga de cucarachas en la cocina.
En los últimos capítulos se produce una autoevaluación.
Ahora es ella, la narradora, quizá la propia escritora, con la conciencia de
traspasar una frontera, la de los cuarenta años, la que se convierte en
personaje. Se analiza en el trabajo dependiente, que no parece satisfacerle,
viajando por ciudades que no son la suya, por las que revolotea como una mosca
fuera de estación, evocando a su marido cada vez como un tronco firme en el que
apoyarse, se hace, por fin, un autorretrato al desnudo, describiendo cada lugar
de su anatomía, esperando a que alguien le tome las medidas para comenzar la
segunda y definitiva etapa de su vida.
Al final, la novela me ha gustado, me he ido haciendo amigo del personaje y no me importaría charlar
con ese personaje introvertido con el que a ratos me he identificado. No sé si
tanto personaje era necesario, quizá sí para la autora y no tanto para el
lector, el interés de ambos no tiene por qué coincidir, y si el tic dominante
en el estilo de Marta Sanz es la enumeración –de todos los tipos- las
descripciones psicológicas de las personas que va conociendo no dejan de ser
una más, la más larga, de sus enumeraciones. Junto a las enumeraciones el otro
exceso es la longitud, la profusión de palabras para explicar un momento, un
carácter o una situación, quizá la contención, la sugerencia, el sobrentendido
queden para esa segunda parte de su vida que está por armar.
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