Qué duda
cabe que mundo líquido (sociedad líquida, amor líquido) es
una bella metáfora, una de esas metáforas a que nos tiene acostumbrada la
filosofía en su anhelo de dar sentido al mundo. Con sus limitadas armas, la filosofía
intenta amortecer nuestra angustia, pero bien sabe, aunque en otro tiempo tuvo
afán imperial, que sus verdades son contingentes, pues por su método no alcanza
a ser científica, y sus posibilidades de ordenar el mundo limitadas porque no
dispone de las armas de la política.
A Zygmunt Bauman,
como a los filósofos franceses del pasado siglo, le pirran las metáforas. Lo
bueno es que su brillantez literaria deslumbra al lector que le sigue con los
ojos medios cerrados, lo malo es que reduce el mundo y sus problemas a unas
cuantas abstracciones fáciles de asimilar pero cuyos petardos quedan por los
suelos cuando los fuegos se han apagado. De todas, la que mayor éxito ha cosechado
es la de mundo líquido, cuya luz se ha ido reflejando en otras no menos llamativas,
sociedad líquida o amor líquido, junto a la principal una miríada de muchas
otras, cada una reflejando en su decreciente luz los oscuros y farragosos problemas
de la actual humanidad. ¿Es, pues, amor líquido, una metáfora que
describa con exactitud nuestro mundo o solo uno de sus actuales movimientos y
quizá no el más amplio, una más de las estructuras cambiantes que lo conforman,
apegada a la contingencia y presta a desaparecer como tantas otras?
Amor líquido.
Despojado el amor de la obligación y de la naturaleza queda su realidad
misteriosa, incomprensible, “la maravillosa fragilidad del amor” (Levinas) que
nace de la fusión de dos personas diferentes, que ansían poseerse pero en
cuanto lo hacen asumen la posibilidad de su derrota. En su naturaleza está no
ser duradero. “La alteridad es el misterio último”, desconocido,
impenetrable, más allá del deseo, de la satisfacción consumista de las ganas,
en una época en la que hasta los hijos pueden verse como un objeto de consumo
emocional. El amor no se alcanza por la organización, hemos de estar
permanentemente dispuestos. Frente a la antigua estructura familiar orientada a
la reproducción (la familia, los hijos) y a una moderna scientia sexualis
orientada al sexo como gimnasia, nos falta, según Bauman, un ars amandi
o un ars erotica, un imposible, porque ninguna experiencia sirve, el eros
vive desterrado, vagabundo, en su búsqueda incesante.
¿Pero es cierto, como
sostiene Bauman, que la separación del sexo de la reproducción,
es un subproducto de la condición líquida de la vida moderna? Si eso fuera así,
¿en qué otro aspecto de la vida humana no ocurre lo mismo?, ¿no se han ido
desligando, de igual modo, de la biología, el vestir que ha acabado en moda, el
comer que ha creado la gastronomía o todas las acciones relacionadas con la
supervivencia, habitar, vivir en sociedad, las diversas prótesis que amplían
nuestras capacidades o resuelven nuestras incapacidades? ¿Acaso no es todo eso
lo que nos hace humanos? ¿El dolor y la frustración que producen las relaciones
humanas, el amor libre, el sexo puro, la promiscuidad, más que añoranza del
amor marital (Volkmar Sigusch), no resultan inevitables porque somos seres en
construcción? No hemos acabado de abandonar la naturaleza ni hemos conseguido plena
autonomía. Sigusch y Bauman aciertan cuando sostienen que la abstinencia, la
monogamia y la promiscuidad están alejadas por igual de la libre vida de la
sensualidad que ninguno de nosotros conoce pero cuando afirman que “Las antiguas
ataduras del sexo (amor, seguridad, permanencia, linaje) no eran quizá prueba
de fracaso cultural, sino logros del ingenio cultural”, hacen una frase bonita,
pero tan ingeniosa como imprecisa, porque idealiza lo que ocurría en el pasado.
El ideal de Zygmunt Bauman respeto a
la moral es el ideal cristiano del “Ama al prójimo como a ti mismo”,
fundamento de la vida civilizada (Freud), acta de nacimiento de la humanidad,
en contradicción con el autointerés y con la propia felicidad. Ama al prójimo es
el mandato que concentra la enseñanza de Dios, un salto de FE y por lo tanto lo
más alejado de lo natural, el paso del instinto de supervivencia a la
moralidad. A partir de esa conciencia bienintencionada del ser humano y de una
sentencia de Wittgenstein, de 1944, “Ningún tormento puede ser mayor que el que
pueda sufrir un solo ser humano”, Bauman lanza una serie de máximas morales que
aplicadas con rigor nos llevarían hacia la impotencia y la parálisis: “La
muerte de un solo ser humano no puede ser un precio que valga la pena pagar”.
“El sufrimiento de un solo niño desacredita toda la historia de la humanidad”. “Proteger
a los niños de un mundo manchado y corrompido”. “Una vida digna y no la
supervivencia a cualquier precio”. Bauman propone una moral desinteresada, sin
propósito, cuyos ejes han de ser la confianza, la compasión o la clemencia.
Bauman con sus sortilegios encanta al lector deslumbrado y aquiescente, pero si, entornados los ojos, los volvemos a abrir, desviando la vista del mundo celeste hacia las sombras de aquí abajo, enseguida nos preguntamos si el mundo que describe no ha sido siempre así. ¿Cuándo nuestro asidero al mundo fue seguro, cuándo nuestras relaciones sólidas? Y si no cabría preguntarse, al contrario, ¿cuándo nuestro ensamblaje con la naturaleza fue más seguro que ahora, cuándo nuestras relaciones con nuestros congéneres más libres, más igualitarias, más sólidas?
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