Es
conmovedor verla explicarse, con un tono de voz claro y agudo y una aparente
espontaneidad que oculta, no se cansará de repetirlo, una timidez que durante
mucho tiempo fue casi insalvable. No es porque no esté segura de su obra, de
sus fotografías en blanco y negro coloreadas a mano. Al contrario, no duda en
ningún momento de lo que ha ido haciendo, incluso afirmándose frente a quienes
han rechazado encargos acabados, o protestando frente a quienes después de
muchos años de exhibición pública protestan o le prohíben seguir usando su
imagen en una fotografía, o afirmando como principios seguros sus opciones
estéticas: las fotos del natural frente a las de estudio, el blanco y negro
frente al color, el encuadre trabajado, la planificación previa frente a la
foto espontánea, aunque sin desdeñar el hallazgo sorpresa, la huida de un
estilo personal, de tener un sello de artista. Como parece natural y verdadera
su entrega al arte, lo mal que lo pasó en los primeros tiempos, cuando apenas
tenía unas monedas en el bolsillo y casi milagrosamente salió adelante, su
queja de lo mal pagados que están los artistas, cómo tuvo que aceptar que su
obra personal conviviera con los encargos, sin renunciar por ello a la libertad
creativa.
Oyéndola,
mirando atentamente sus gestos, viendo sus fotografías coloreadas, no podía
dejar de pensar en el artificio de gran parte del arte contemporáneo (Jeff Koons,
Damien Hirst), asociado a la cotización, a la maximización monetaria, aunque
sus obras sean singulares, porque la verdad del arte (oxímoron), según yo creo,
no está en ello. El artista verdadero está embebido en su obra, independientemente
de su valoración y cuando el dinero o la fama se convierten en objetivo
prioritario el artista pierda lo que le distinguió, su inicial valía. Pienso en
Dalí, en Picasso. Esa es la impresión que me dio Ouka Leele, autenticidad.
Contenta de ser quien es y de cómo le ha ido, sin compararse con nadie, sin
competir por ser la más cotizada o apreciada (Lao Tse). El público, yo mismo,
se le rindió.
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