Ridley
Scott vuelve al espacio, aunque esta vez sustituye la epopeya metafísica de
Blade Runner por la retórica de lo cercano posible, la poesía por la ciencia.
Sin embargo, estira demasiado la aventura, creo, de este Robinson marciano.
A un
astronauta se le da por muerto en una misión a Marte, sus compañeros lo
abandonan en medio de una furiosa tempestad. Cuando el prota abre los ojos al
desierto marciano le espera la muerte. Pero lo propio de nuestra especie es no
rendirse, canta el mito. En la estación abandonada por sus compañeros puede
sobrevivir con las reservas para unos meses, que amplía con sus conocimientos
de botánica: en un hangar climatizado cultiva patatas con sus excrementos.
Hasta aquí la prospección científica.
Lo que
sigue, dar por hecho lo posible tecnológico a día de hoy, el rescate planeado
desde la Tierra, se explica con prisas y cambiando de registro. Ahí es donde se
estira la película, del duro trabajo de guión se pasa a la fácil seducción
emocional del espectador.
Como en el
fútbol, soporto mal la inducción a las lágrimas: familias y amigos que esperan
el reencuentro, políticos humanos y corazones de piedra, chinos y americanos
unidos en el rescate espacial, plazas del mundo llenas de gente siguiendo en
directo el buen fin de la aventura.
La peli
está técnicamente bien hecha, ¿cómo podría ser de otro modo?, pero si Ridley
Scott hubiese metido las tijeras aún estaría mejor.
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