Quién lo
iba a decir, observando su piel dura y oscura de elefante viejo. Lo hemos
contratado a las puertas del aeródromo de Nazca, a instancias de
otro personaje cachazudo que, tras la animación de primera hora para sobrevolar
las enigmáticas y famosas líneas de Nazca, dejamos atrás, repantingado en su
silla de plástico, a la espera de más turistas con dinerito inquieto.
El vuelo en
avioneta apenas ha sobrepasado la media hora, con piloto y asistenta vestidos para
la ocasión, uniforme blanco y azul oscuro. Hombre y mujer, se han limitado a
señalarnos dónde debíamos mirar. Con un poco de atención, a doble pasada, hemos
podido ver una gran confusión de líneas, algunas figuras trapezoidales, un
pájaro, acaso un cóndor, un mono, un colibrí, una araña, unas manos y con algo
de imaginación un astronauta y una ballena. Nada más, a ochenta dólares por
persona, seis turistas y dos tripulantes apretados en la cabina, ninguna
interpretación, apenas un video borroso de tanto pase en la sala de espera, una
vieja grabación de National Geographic.
- ¿Qué han
visto arriba?, ¿Qué saben de Nazca? –nos pregunta enfadado Jesús. Apenas nos
deja balbucear que algo hemos leído al respecto-, Nada, figuras que no saben lo
que significan, ni cómo están hechas. Se dejan estafar, miran durante media
hora y vuelven con la cabeza hueca, sin nada dentro. Dinero y cabeza hueca, eso
son los turistas.
La primera
parada nos impresiona. Una pirámide emerge sobre los cerros arenosos, que se
elevan por encima de un pequeño valle que rompe la uniformidad del desierto, una
sucesión de terrazas de adobe que se van escalonando. Un sendero delimitado por
piedrecitas blancas nos lleva hasta el sitio arqueológico de Cahuachi:
la pirámide, una plaza cuadrada y los restos de una antigua iglesia construida
sobre un templo derribado. Ahí, hace 2.000 años, floreció la cultura nazca.
Jesús nos informa entre excitado y ofendido por la mucha estulticia que rodea
la arqueología peruana. Este lugar fue un centro ceremonial enorme adonde acudía
gente de la sierra y de la selva amazónica, cada uno con valiosas ofrendas que
los depredadores humanos han ido arrancado de los escondrijos más recónditos.
Ciento cincuenta hectáreas, con 5.000 tumbas y varias pirámides que permanecen
ocultas bajo los arenosos cerros. La que vemos fue excavada, y en parte
reconstruida, por el italiano Giuseppe Orifici, a su costa, “ya que el gobierno
peruano solo le interesa el modo de hacer pagar a los turistas”. Parte de los
tesoros están en el museo Antonini de Nazca. A la salida Jesús se entretiene
con el vigilante, un viejo enjuto y consumido al que el departamento
correspondiente no paga desde hace más de seis meses. Jesús le entrega unos
plátanos que ha comprado por el camino, cinco por un sol, mientras el viejo
toma nota del número de visitantes.
Unos
cuantos kilómetros más de pista polvorienta y llegamos a la necrópolis de
Chauchilla, un lugar repleto de tumbas excavadas en el suelo, protegidas
de los elementos por humildes techados de paja. Jesús nos lleva allí no porque
él valore demasiado el sitio -“¡Tumbas!”-, sino porque se lo hemos pedido. Nos
da una explicación somera y nos indica el recorrido por las doce tumbas
restauradas. Cada una tiene unos dos metros de profundidad por dos o cuatro de
ancho. En ellas han acondicionado a las momias en cuclillas, cubiertas con los
harapos que el tiempo y el saqueo han preservado, algunas con el cráneo
blanqueado, otras con el pelo largo apelmazado. Corresponden al periodo chincha
que transcurrió entre el 1.000 ac y el 1.400 dc, antes de que los incas
estableciesen su imperio.
A mediodía,
tras pasar por un taller alfarero donde se supone siguen utilizando técnicas ancestrales, junto a Rafa y Pilar que nos acompañan todo el día, comemos en la muy animada plaza de Armas
de Nazca. Celebran una festividad mariana, una kermés, dicen, donde han acudido
los campesinos de los alrededores para ofrecer y probar exquisiteces gastronómicas.
En una de las paradas compramos unas papas rellenas sabrosísimas que no
volveremos a encontrar en el viaje.
Por la
tarde, Jesús nos presenta a un grupo de animosos italianos que se unen a nosotros
para ver el increíble acueducto nazca de Cantalloc, de más de
quinientos años, con canales subterráneos de varios kms, algunos aun en uso, y
rampas circulares que se hunden en espiral, construidas con paredes de cantos
rodados, que servían para su mantenimiento. El plato fuerte de la tarde, sin
embargo, debía ser la explicación en situ del misterio de las líneas de
Nazca. Nos tenía prometido que las tocaríamos, que descifraríamos en
vivo y en directo su misterio, pero debido a la presencia de otros turistas no
podemos traspasar la cinta de plástico que nos impide el paso. Así que al
llegar a los geoglifos de Cantalloc, que representarían
instrumentos textiles, como una aguja y unas espirales en forma de ovillos, nos
hubimos de conformar con la explicación de Jesús. Desde una colina no muy alta,
próxima a las líneas, Jesús nos transmite la sabiduría de María Reiche: los
geoglifos no tienen profundidad alguna, son espacios limpios, delimitados por
líneas de cantos amontonados, que el especial microclima de la zona, humedad
nocturna y viento rasante, conserva tal como se dibujaron hace cientos de años
con la ayuda de cuerdas, bastones y estacas. Fueron proyectados desde colinas como
en la que nos encontramos de la forma más simple, quizá con ayuda de algún
diseño previo, pero seguro que sin intervención extraterrestre.
El
atardecer cae sobre los Paredones, otro sitio arqueológico.
Habitaciones, terrazas y pequeñas plazas, hechos de piedra y adobe, un centro
administrativo inca que debió servir para almacenar y distribuir la producción
agrícola. Cuando nos despedimos, en un aparte, Jesús nos pide que no comentemos
con los italianos el precio acordado con él porque a ellos les ha cobrado el
doble, no por voluntad propia, la de un hombre íntegro, desinteresado amante de
la historia del Perú, sino por los trapicheos de la agencia.
Del Hotel
Alegría, por la calle Lima, una arteria longitudinal que parte la ciudad en
dos, o eso nos parece, al modo de los pueblos y ciudades castellanas
atravesados por el Camino de Santiago, se llega a la Plaza de Armas, avanzando
cuatro cuadras. La cuadra es una forma muy práctica de orientarse en una
ciudad, que los sudamericanos utilizan mucho y que viene a equivaler a nuestra
manzana. Los nasqueños han sacado a pasear a la Virgen de Guadalupe por una
calle floreada, en la que han dibujado sobre el suelo una especie de mandala
con los emblemas de la Virgen y de la ciudad. Desde la parroquia sale un grupo
de niños vestidos para la ocasión que desfila y canta al son de la música que
atrona desde un altavoz cercano. El día ya ha caído, pero todavía en un
mercadillo cercano se venden frutas tropicales, una variedad ingente de papas y
ropa de marca falsificada de muy baja calidad. María y Rosa se entretienen,
aunque sin mucho entusiasmo. Para salir del paso, un plato de chicharrones de
pescado o de pollo es una buena opción para acabar la jornada, mientras llega
la hora de tomar el bus.
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