Me despierto
frente al pequeño mostrador de una
agencia informativa en la estación de Arequipa sin enterarme, a pesar del largo
viaje, un recorrido nocturno de 12 horas para 565 km, cuando lo anunciado eran
nueve. El bus ha sido cómodo, con butacones reclinables más que asientos. En
los viajeros se reflejaba la luz azulina de las pantallas de sus móviles, pero
a mí pronto me ha vencido el sueño. No he hecho caso del snack que sirven en
todos los buses de largo trayecto, un zumo –jugo dicen por aquí- y un panecillo
con jamón y queso. La chica que me atiende en la estación me ofrece un hostal a
buen precio. Desconfiado como soy acudo a otro donde veo que los precios son
peores, así que acepto, previa consulta con María y Rosa, la primera oferta del
Hostal Arequipa, en el barrio de Vallecito, un barrio de clase media a pocas
cuadras de la Plaza de Armas. Por la noche, en una cena improvisada a base de
rebanadas de pan con jamón y queso, papaya, bananas, aguacate, mango y yogur
líquido, descubriremos las magníficas vistas que se tienen desde la azotea del
hostal.
De Arequipa
me quedo con una imagen, las dos torres blancas de la catedral neoclásica elevándose
sobre las altas copas de las palmeras en la Plaza de Armas y, tras ellas, las
cumbres nevadas del Chachani. Desde cualquier lugar de la ciudad se divisan los
nevados de tres gigantes, el Chachani, el Misti y el Pichu Pichu, volcanes más
o menos dormidos. Los tres cerca de los 6.000, aunque solo el primero los
sobrepasa con 6057 metros. Arequipa es una ciudad colonial con planta ortogonal
en su casco histórico, con iglesias, conventos, palacios y casonas, donde
domina el barroco criollo, con fachadas blasonadas de sillares, alerones y
balconadas de madera labrada, celosías y rejería en las ventanas y grandes y
hermosos patios o claustros en los interiores, como los de doble planta de la Compañía,
un grande y bonito edificio abierto al público, lleno de tiendas, cafeterías,
restaurantes y museo y por supuesto la iglesia jesuítica.
El barroco mestizo, sobre
piedra blanca y porosa de origen volcánico, que sobrenombra a Arequipa como la
ciudad blanca, adornada con motivos católicos e incas, se ve por doquier, en
las portadas de las iglesias como la de San Francisco o San Agustín, en
suntuosos palacios reconvertidos en museos, universidades, bancos o centros
comerciales. No en vano Arequipa es Patrimonio de la Humanidad.
Las obras
más llamativas se remontan al XVI y XVII aunque hayan sufrido muchas
modificaciones. Tal la casa del fundador de la ciudad –Casa Goyeneche, por la
familia que la ocupó posteriormente- o el hermosísimo Convento de Santa
Catalina, un convento dominico que fue creciendo a medida que las familias
pudientes compraban parcelas en su interior para construir estancias privadas
–auténticas casas con cocina y reservados- en las que viviría alguna de sus
hijas con vocación religiosa, acompañada de sirvienta. El convento es una
pequeña ciudad con barrios coloridos, con callejas con nombres de ciudades
españolas, con tiestos, parterres y fuentes que recuerdan el sur español. Las
casas están pintadas de granate y las plazas y claustros de azul. El convento
atesora una rica colección de obras de arte: esculturas y pasos y pinturas de
la escuela cuzqueña, a medio camino entre el renacimiento isabelino y el
barroco velazqueño.
La Plaza de
Armas es un hervidero de visitantes, agentes turísticos que corren tras ellos
para venderles tours y descuideros, el ambiente que uno imagina en una plaza
española del XVII. En las calles adyacentes, llenas de casonas coloniales, hay boutiques
con ropa de alpaca o vicuña y restaurantes a buen precio, donde se puede optar
por la cocina del afamado Gastón Acurio, 200 soles, o por un menú popular por
10 soles. Nosotros optamos por Típika, un restaurante en el Vallecito, con
camareros trajeados a lo folklórico y comida regional, donde me relamo con un
chancho crocante, muy parecido a los torreznos castellanos, aunque de mayor
tamaño.
También caemos en la tentación y contratamos un tour de cuatro horas
por la ciudad y alrededores. Así apreciamos mejor desde miradores, como el del
Carmen Alto, los tres colosos volcánicos que vigilan o amenazan la ciudad, el
valle verde que forma el río Chili que baja de los Andes, en medio del desierto
ocre, para llenar de vida este oasis, la Mansión del Fundador con muebles y
pinturas de época y el molino hidráulico de Sabandia, cuidadosamente
reconstruido.
Nos queda tiempo,
que podríamos haber utilizado en otra cosa, para visitar el museo donde
mantienen a -20º a la famosa momia Juanita, la dama de los hielos. Un explorador
norteamericano, Johan Reinhard, la descubrió en 1995 en el interior del cráter
del Ampato, tras la erupción y consecuente deshielo del Sabancay, cuya fumarola
veremos en la ruta hacia el Colca. Juanita tenía entre 12 y 14 años cuando fue golpeada
en el cráneo allá arriba en lo alto del Ampato adonde había sido llevada,
drogada, desde Cuzco y donde ha permanecido congelada durante 500 años. En años
posteriores se han encontrado otras momias, hasta ocho, en otras cimas
volcánicas, lo que muestra la afición de los incas por ofrecer jóvenes vírgenes
a sus dioses. El museo muestra los restos criogenizados de Juanita, en posición
fetal, en una urna de vidrio cerrada al vacío, así como otros vestigios
hallados en su tumba. Acompañan a Juanita restos cerámicos, fotografías y un
video cochambroso, gastado, casi invisible e inaudible para estar en época
digital.
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