Hay que
entregarse a la lentitud, si uno puede, para leer el nuevo poemario de Fermín
Herrero. “La dicha profunda de la percepción consiste en la carencia de
eficiencia, brota de la mirada larga, que se demora en las cosas, sin
explotarlas” (Byung-Chul Han). Fermín deja desamparado al lector frente a sus
versos desprovistos de rima, despojados de adjetivación y de metáforas, de
color y hasta del ritmo casi. Hay que prestar mucho oído para hacerse a él,
porque está ahí y al final se encuentra. Y sin embargo nadie podrá decir que no
se está ante la poesía y de la buena. Hay que leer una y otra vez cada verso,
volver a empezar cada poema para recomponer el rompecabezas y si se persiste no
se llega necesariamente a la comprensión del poema, porque hasta de un
significado global parece prescindir y solo debiéramos conformarnos con
significados parciales, flotantes, ecos que rebotan de una palabra a otra, de
un verso a otro. Porque su modo de componer parece seguir la técnica de algunos
surrealistas de ir pegando imágenes, yuxtaponiendo, acumulando, de modo que sea
la propia imaginación, o la fantasía del lector la que revele el sentido. Solo
a veces alguna interpolación -“El goce y el dolor tienen la misma / naturaleza,
son inseparables, no se compensan”- parece fijar el significado flotante.
En el afán
por prescindir de lo superfluo, los versos se muestran tan desnudos que parecen
entidades sueltas y el conjunto semeja un cuadro abstracto que busca en quien
lo mira sensaciones más que comprensión. Poemas elípticos porque se comprimen
las frases o se suprimen palabras. Aunque no siempre es así, hay poemas más
cerrados, plenos, con un significado más accesible y aun otros, diría yo, más
íntimos, tanto que se asoma uno a ellos con reparo, como si se mirase por una
cerradura o a través de una ventana de la casa de enfrente.
Pero si hay
esa ambivalencia en la expresión, poemas cerrados y poemas abiertos, poemas
bañados por la luz y poemas enigmáticos, no la hay en el sentido global del
libro, el lector sabe qué es lo que el poeta quiere trasmitir, la voluntad de
atrapar la vida y el gozo de vivirla. La vida es a veces frágil y vulnerable,
blanda y tierna, simple y lenta y otras plena, en la que la felicidad está ahí,
al alcance, con versos que dan cuenta del momento gozoso: “En el olor del
jacinto salvo / la mañana, en la delicadeza de su delgado / aroma”. Pero el
poeta es tan exigente en la manera de tallar y limpiar sus versos como en la de
aceptar la veracidad del momento: “Al pararme a pensar en el placer de este
momento / lo sofoco.” Cómo atinar entonces, se pregunta. Sus versos son
temblorosos, inseguros pero afirmativos: “El tiempo huye y permanece el
instante”.
Si se
persiste en la lectura, si se vuelve a él por segunda, por tercera vez, el
libro tiene recompensa. En lo seco, en lo recio se esconde su belleza. Aunque
hay versos bellísimos, como estos que remiten al lejano oriente: “Caen las
hojas al estanque, el levísimo / chasquido al desprenderse se amortigua / en el
rumor del agua”. No es un libro para leer en casa o en un lugar cerrado, sino
para dejarse llevar por el temblor de las hojas de los álamos o por el trino de
los gorriones, para estar atento al viento que mueve las copas de los árboles y
las páginas del libro. Quizá sea aquí donde FH mejor acomode la forma a su
intento de expresar la fragilidad y levedad de la vida, de convertirla en canto.
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