He
apreciado mejor en esta segunda lectura de Intemperie la voluntad
expresiva, el deseo de construir una historia con un estilo terso, limpio, de
evitar en lo posible los adornos, de ajustarse al paisaje seco, abrupto,
inhóspito de la meseta, de brillar como nuevo rebuscando en el léxico palabras poco
corrientes aunque precisas que se ajustasen al asunto y al medio. Una tersura
que también se usa para construir la historia con pocos personajes, tres
básicamente, el niño y el cabrero en primer plano y el alguacil como figura
ausente pero amenazadora y una cuarta como apéndice para completar esta especie
de western de tremendismo castellano, el tullido malvado y víctima a la vez.
Lo que
ahora he visto y que en la primera lectura no aprecié, no sé si es un defecto o
una virtud, es el molde en que está hecha la novela. Someter la acción a la
estructura del western permite contar la historia de forma esquemática, con
trazos morales reconocibles, sin necesidad de que los personajes los expliciten
directamente. El paisaje árido, seco, quebradizo, el sol inclemente, el agua
escasa, estancada y podrida, el niño y el cabrero caminando dolorosamente
hambrientos, sedientos, sudorosos, fatigados, sin apenas descanso sobre el duro
suelo, acompañados por una docena de cabras, un perro y un burro, con enorme
esfuerzo para allegarse algo de comida, sin hablar apenas, el cabrero porque no
es un hombre de palabras y el chico porque siente más que piensa el horror del
que huye, el pueblo en el que ha dejado a sus padres en quienes no puede
confiar, el alguacil con su doberman y la motocicleta que siente a sus espaldas
como ruido polvoriento, amenazante, y el norte como guía, un punto de salvación
indefinido. La violencia asociada a ese paisaje, natural, la de la pertinaz
sequía de los cuarenta, que no concedía tregua a unos hombres exhaustos, y
política, la de la autoridad que se impone sin más, sin reglas ni humanidades,
es el lenguaje al que se ajustan los trazos morales en distintos episodios que
tensan la atmósfera hasta llevarla al clímax en el que el chico obligado se
convierte en héroe de sí mismo.
Así como el
último cine japonés ha adaptado el western a un paisaje de viejos samuráis en
retirada, Jesús Carrasco lo trae a los años cuarenta, cuando el franquismo
inicial y la naturaleza se mostraban inclementes con los hombres de la
posguerra. Y aunque en nuestra historia literaria ha habido muy buenos
antecedentes como La familia de Pascual Duarte de Cela o Los santos
inocentes de Delibes, Carrasco se ciñe mejor a los códigos genéricos. Tiene
de positivo la limpieza de la escritura, la facilidad en la comprensión, la no
intervención del narrador, la claridad en los perfiles morales. Por el
contrario, el género simplifica la complejidad, los personajes son de una
pieza, el lector lo tiene fácil. Y al situar la acción en décadas tan lejanas
acerca la novela a otro género, el más abundante hoy y el menos literario, el
histórico.
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