Lo que Thomas
Piketty demuestra con abundante material es que la desigualdad ha iniciado un
periodo creciente desde la década de 1970-1980. Los rendimientos del capital
están creciendo en el total del crecimiento nacional, en la mayor parte de los
países, muy por encima de las retribuciones del trabajo. Y ello es así porque
no sólo los emolumentos que los directivos de las grandes empresas se conceden
a sí mismos crecen desproporcionadamente, sino, y más importante, porque los mayores
patrimonios acumulados tienen más capacidad de ahorro y las rentas del capital,
sobre todo las más grandes, están mejor tratadas que los demás ingresos. Y eso
sucede en los países más democráticos y más igualitarios desde el punto de
vista legal, aunque tengan una justa regulación de la propiedad, el mercado sea
realmente libre y la competencia “pura y perfecta” o dispongan de partidos
políticos modernos en cuyos programas se prometa una sociedad justa, próspera y
armoniosa. Piketty demuestra basándose en enormes bases de datos que hasta hace
poco no existían, aunque reconoce todavía incompletas e imperfectas, que en las
últimas décadas se ha invertido la evolución, tras un periodo más igualitario,
entre 1950 y 1980.
Piketty lo
simboliza en esta fórmula: r > g, que significa que la tasa de
rendimiento del capital es creciente en relación a la tasa de crecimiento de la
producción nacional. Esa es la contradicción fundamental del capitalismo,
incluso allí, o sobre todo allí, donde el mercado y la competencia son libres y
perfectos. El capital crece más que la producción. Lo que incrementa la
tendencia a que los empresarios se conviertan en rentistas. En la historia del
capitalismo –Piketty lo analiza desde el XVIII a la actualidad- esa ha sido la
tendencia general, con algunas excepciones, la principal la de los Treinta
Gloriosos (1950-1980), una excepción debida a la recuperación de la posguerra y
a políticas fiscales y financieras. Ahora hemos retomado la senda tradicional
del capitalismo hacia la desigualdad, que no parece que vaya a amainar, y que
prevalece en estos inicios del siglo XXI.
Según el
autor, si las tasas de crecimiento del 4 -5 % y superiores no se van a volver a
ver, salvo en países emergentes y por un tiempo limitado y nos encaminamos a un
crecimiento del 1-1’5 % a largo plazo, por lo que la divergencia rendimiento
del capital / ingresos del trabajo será la norma como lo ha sido
históricamente, ¿qué se puede hacer para corregir la desigualdad? Piketty
propone, además de invertir en adquisición de conocimientos y tecnología, un
impuesto progresivo anual sobre el capital. No fuertes gravámenes que mermen la
competencia y los incentivos y que impidan la acumulación originaria, sino una
tasa progresiva capaz de contener el crecimiento sin límites de las desigualdades
patrimoniales mundiales. “Las fortunas desmesuradas no son de utilidad común”.
Para crear ese impuesto se necesita un alto grado de cooperación internacional
y una mayor integración política regional.
A todos los
ciudadanos deberían interesarnos estos temas, concluye Piketty, porque “quienes
tienen mucho nunca se olvidan de defender sus intereses” y “negarse a usar
cifras rara vez favorece a los más pobres”. Nada más lejos, pues, de la
etiqueta ‘intelectual neocomunista’ que algunos de sus críticos han aplicado a
Thomas Piketty a propósito de la publicación de su libro El capital del
siglo XXI. Todo lo más un socialdemócrata liberal. Nada que ver, por tanto,
con el economista Monedero y sus huestes podemitas.
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