Con mi
dubitación característica he dado la vuelta a toda la manzana, no sin detenerme
de vez en cuando, con las bolsas en las manos, mirando al cielo. Acababa de ver
la oferta de un cocido gallego y claro me han venido a las mientes los buenos
recuerdos de Galicia de hace un par de meses. Para decidirme he llamado a J.
para decirle si quería venir a comer. Le he dado las señas, creo que bastante
claras, en frente del Teatro Goya, al otro lado de la Ronda de San Antonio,
justo en la esquina. Aún así me ha pedido el número, el 137, le he dicho, no
hay pérdida. He completado la vuelta y he entrado en un restaurante amplio,
popular, bastante concurrido. Me he sentado de espaldas a una pantalla de televisión
para no comer pendiente de ella, pero, ay, justo delante de mis ojos había otra
que escupía imágenes de mi emisora favorita, Telecinco. El local lo regenta un
hombre bajito, muy serio pero socarrón, rodeado de chicas sudamericanas simpáticas,
un poco gorditas, todos encamisados, ellas asalmonadas y él con un azul agrisado
y rayas en zigzag. Le he preguntado a una de ellas, la más sonriente, la más
gordita, si el cocido merecía la pena, y qué me iba a decir, que sí, que muy
bueno. De las bolsas que he acarreado he sacado dos libros. Uno lo he comprado
porque el escritor me cae simpático. Me lo he encontrado en un par de ocasiones
y en una hablé con él, pero otro día lo cuento. El otro me ha hecho gracia
porque estaba editado en 2015. ¡Ya! No me creo demasiado que lo hayan impreso y
distribuido en estos pocos días del nuevo año. Los dos hoteles de Francfort.
Lo último que leí del autor, bajo un título muy bonito, El lenguaje perdido
de las grúas, ofrecía poca cosa. También, recuerdo, haber leído durante el corto
viaje en tren de vuelta a casa, como me ha sucedido con otros muchos libros, las
primeras páginas de Mientras Inglaterra duerme, libro que arrastró polémica
acusado de plagiar la autobiografía de Stephen Spender. El libro tenía como
decorado la guerra civil y las brigadas internacionales y como asunto un amor
entre dos hombres comunistas, pero ahí, en el tren, se quedó la lectura. Este
que ahora leo, con el caldo gallego sobre la mesa, también comienza en Lisboa,
como ese otro libro que comencé hace unos días del que no he podido llegar más
allá de la centésima página porque el yo del escritor narrador se inmiscuía
tanto en la historia que esta se fue diluyendo en el bostezo. Aquí el decorado
es la Segunda Guerra Mundial, americanos que esperan poder ser repatriados en
el verano de 1940. De todos modos me era difícil concentrarme en la lectura,
primero Telecinco siempre tan absorbente, luego una chica muy guapa que comía
justo enfrente de mí, acompañada de su novio, supongo, tan curiosa de mí como
yo de ella, con esa belleza atahualpa de rasgos afilados y morenos y dulces que
está hermoseando nuestras calles, al menos mientras les dura la juventud porque
luego se vienen rápidamente abajo, después la llegada de un hombre bajito, muy
bajito, creo que no sobrepasaba el metro cincuenta, quizá menos. No he podido
despegar los ojos de él, viéndolo siempre de espaldas, como él no pegaba los
suyos de Telecinco, el gran imán de este país, hacía tiempo que no veía a
alguien tan bajo. Debía entrar en ese local porque al ver al dueño, no mucho más
alto que él, se sentía más confortado. He vuelto a Leavitt sin mucha fe, justo
para enterarme de que los nombres de los vapores que repatriaban a los
americanos desde Lisboa comenzaban todos por ex, Excalibur, Excambion,
Exeter, Exochorda. Leavitt hace un chiste malo: trasportaban exeuropeos
al exilio. La chica más sonriente –“No se queme”- ha puesto delante de mí una fuente gigante con
los tropezones del cocido, los cachelos, los garbanzos y los grelos, calentita,
inabarcable, justo en el momento que empezaba el telediario con imágenes nuevas
del atentado de París, una nave donde se han refugiado los terroristas con secuestrados
dentro. El hombre pequeño se había subido a una banqueta casi tan alta como él para sentarse y
señalaba las imágenes. Yo no podía oír lo que decía, pero sí a quien estaba a
su lado, un norteafricano que ha aparecido en el momento justo como de la nada y
que enseguida ha alzado la voz: “Tú qué vas a entender, ahí sentado”, le ha
dicho al hombre pequeño. Se ha formado un círculo alrededor, los dos hombres pequeños,
las chicas sudamericanas que han dejado de sonreír. Alguien le ha replicado, entonces
el norteafricano, un hombre con el pelo muy corto y con los músculos
trabajados, con un café con leche en la mano, ha empezado a hablar de lo poco
que podíamos entender los demás, los que estábamos allí, incluso yo que lo
estaba mirando, pues oteaba en todas las direcciones para ver si se le
escuchaba, hay que saber quién está detrás, decía, quién los mueve, esos chicos
son marionetas. Con tanta pasión hablaba que nadie le ha replicado, hasta que
le han ido dejando cada uno volviendo a sus quehaceres. Yo mismo he dejado de
atenderle porque me llamaba J. Me decía al teléfono que no podía llegar, que
quedásemos a tomar el café en otro sitio. Mientras le oía, yo miraba a la
belleza atahualpa, que sacaba una enorme cartera de mano y de ella dos billetes
que le ha pasado al novio para que este pagase. El norteafricano se ha ido y el
restaurante ha recobrado la calma.
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