Para hablar
de un libro, ¿hace falta leerlo?, ¿no basta con hojearlo, con oír hablar de él
o incluso no es suficiente situarlo en el conjunto de los libros con los que se
relaciona, a los que se parece? ¿Quién nos garantiza además que lo que
recordamos se ajusta a lo que en su momento leímos si realmente nos acordamos
de algo? ¿En qué se parece nuestra lectura a la lectura que han hecho aquellos
con quienes hablamos, por no pensar en quien lo escribió? ¿Es el libro un objeto
material, claro y distinto, qué tiene que ver el objeto físico con lo que se va
conformando en nuestra mente? ¿Y nuestro libro interior que tiene que ver con
otros libros interiores? Un libro no está nunca solo, junto a él hay otros miles
en las bibliotecas, pegados a él muchos o referidos por él en una red
inabarcable por numerosa y porque no tenemos tiempo para dar cuenta de tanta
lectura. Y sin embargo, ¿no nos hacemos una idea de muchos libros sin haberlos
leído?, ¿quién no ha oído hablar de Hamlet, quién no sabe de que va sin haberlo
leído, quién no sabe situarlo en el tiempo, quién no conoce a su autor, quién
no sabe con qué otros libros se relaciona? ¿De cuantos libros podríamos
conversar largo y tendido sin ni siquiera haberlos hojeado o tenido en la palma
de la mano? ¿Cuánta gente no ha usado de las figuras de Don Quijote y Sancho como
modelo para describir o entender a otras personas, para relacionar ideas o
paisajes o para proferir refranes o frases o palabras que atribuimos a esos
personajes sin haber leído una sola línea de Cervantes? Los libros son objetos
reales en las librerías o en las bibliotecas, algunos los codician y los
guardan, hay quien se entrega a ellos y les concede muchas horas de su tiempo. ¿Qué
importa más el tiempo del libro, el de la historia que se nos cuenta o el
tiempo de la lectura, el del momento presente? Los libros forman parte de la
conversación, forman parte del lenguaje culto, los movemos en esa biblioteca
virtual de aquí para allá, nos revestimos con lo que representan, los citamos,
los resumimos, presumimos de conocerlos, pero cada uno tiene su biblioteca
interior, ha creado un mundo con sus lecturas, tiene una imagen de cada uno de
ellos diferente de los demás lectores o no lectores, diferente del propio
escritor.
A dónde nos
lleva todo esto. Qué pretende Pierre Bayard con Cómo hablar de los libros
que no se han leído. Afirmaba Oscar Wilde, “Jamás leo los libros que debo
criticar, para no sufrir su influencia”, o sea la lectura como un pretexto autobiográfico.
Y Trapiello, en línea con Cervantes, que los libros no sustituyen a la vida,
sino que la cuentan, que en toda vida hay una novela que puede ser contada. Es
decir, el objetivo del lector ante un libro es encontrarse a sí mismo sin que el
libro lo perturbe o mejor una excusa para hablar o escribir de sí mismo y eso
significa no sacralizar el texto, no temer a la mentira respecto del texto sino
a la mentira respecto a uno mismo. Del mismo modo que los libros al
constituirse se independizan de la naturaleza –a quién le interesaría aquella
mujer romántica, provinciana y adúltera de Yonville, si su vida no nos la
hubiese contado tan maravillosamente Flaubert- el lector ha de independizarse
del libro, si hace falta no leyéndolo, para conocerse mejor. Lo que Bayard pide
es lectores activos en quienes prime el conocimiento de sí mismos, donde el
libro principal, si no el único sea la propia vida y no lectores pasivos
constreñidos por las prohibiciones o por la santificación del libro. Deudor de una de las tradiciones intelectuales francesas, el estructralismo y el posmodernismo, Fayard concede importancia al libro sólo como elemento de una amplia red en la que tiende a diluirse, ese es su mayor defecto, que no vea lo que cada uno tiene de singular, un valor que proporciona un conocimiento y un placer únicos que sólo los las obras grandes pueden aportar.
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