La historia
se cuenta en pocas líneas, un viejo actor, una celebridad de Hollywood, que se
había hecho famoso y rico interpretando a un hombre pájaro sacado de la
factoría de los cómics, cine para adolescentes, que tan de moda se pusieron en
los noventa y posteriores, decide apostarlo todo, dinero, fama y equilibrio mental
en la adaptación de textos de Raymond Carver, es decir, pretender la gloria y
los galones del verdadero actor, allí donde se mide lo que eso sea, en un
teatro de Broadway. No lo tiene fácil, tiene que hipotecar su casa, resolver asuntos
familiares, una hija dislocada, una actriz que le ronda y una ex que está al
acecho como la voz de la conciencia y aprender cómo manejar el ego de otros
actores, sobre todo el que interpreta Edward Norton. Aunque como en toda obra
de arte que se precie, y ahí está el gran defecto de esta película, lo que
cuenta es el cómo, cómo se cuenta esa historia. Viene de lejos, pero estamos en
un momento en el que los creadores no quieren desaparecer bajo sus historias y
se empeñan en hablar desde cumbres más altas que las de las llanas historias
que proponen. Lo vemos en las novelas que cuentan cómo están escritas y al
tiempo las vicisitudes del narrador que las escribe, también en el cine y las
artes plásticas que toman al cineasta o al pintor como tema de la obra, aunque
creo que estamos llegando al final de ese movimiento sin salida, por saturación.
Alejandro G. Iñárritu, con un ego descomunal, lo que no extraña después de éxitos
como 21 gramos y Babel, riza el rizo haciendo cine del teatro que
hace teatro del teatro, al tiempo que habla del cine. Así que todo en la peli
es de un manierismo difícil de soportar, el decorado en el que a sus creadores
les ha entrado el horror al vacío, en las interpretaciones, destacando Michael
Keaton, Emma Stone y Edward Norton, en la música donde se mezclan las formas
acabadas y reconocibles de lo clásico (la pavana de Ravel) y las
improvisaciones del jazz (solos de batería omnipresentes), en los adornos
fantásticos del guión, justificados por la doble personalidad del personaje
principal, entre la celebridad que fue y el Gran Actor que quiere ser, entre el
hombre pájaro del cine (el Batman que Michael Keaton interpretó) y el
creador maduro que quiere llevar a Broadway una adaptación de De qué
hablamos cuando hablamos de amor, en el movimiento sin reposo de la cámara,
hacia arriba, hacia abajo, pasando de la noche al día, captando la escena desde
varios puntos de vista en un aparente único plano secuencia, en los travellings
virtuosos en los pasillos interiores del teatro, en los primeros planos
abusivos de los actores (que hacen visibles los tics de Keaton), en el palabreo
incansable, que en la versión original subtitulada es difícil de seguir, en la
superposición de temas: actuación y producción, problemas familiares, doble
personalidad, rivalidad de actores, fantasía y realidad, técnicas de promoción
clásicas y redes sociales, el método, a imitación del contrapunto musical
barroco, sin ahondar en ninguno de ellos, es decir, una historia sencilla
explicada con tal complejidad de difícil digestión para el espectador.
¿Es una
película mala, aburrida? No lo creo, pero tampoco buena o entretenida. Sí, en
la pantalla grande no he despegado los ojos, ni me he puesto a pensar en otra
cosa, como cuando la mente se te va si estás con una chica que no te acaba de
gustar, entre otras cosas porque sucede tanto al mismo tiempo que si quieres
entender lo que pasa has de estar muy atento, pero en la pantalla pequeña (la
he visto dos veces, a lo grande y a lo chico) se desconecta rápidamente y se
pasa a otra cosa. A los críticos les ha encantado, les gustará también a los
que van al cine a ver cine, el cómo está hecha, no les gustará, creo, a los que
van buscando vida, lo que pasa en la calle. Pero la ambición de Iñárritu es grandiosa,
de eso no hay duda.
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