jueves, 15 de enero de 2015

Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)


            La historia se cuenta en pocas líneas, un viejo actor, una celebridad de Hollywood, que se había hecho famoso y rico interpretando a un hombre pájaro sacado de la factoría de los cómics, cine para adolescentes, que tan de moda se pusieron en los noventa y posteriores, decide apostarlo todo, dinero, fama y equilibrio mental en la adaptación de textos de Raymond Carver, es decir, pretender la gloria y los galones del verdadero actor, allí donde se mide lo que eso sea, en un teatro de Broadway. No lo tiene fácil, tiene que hipotecar su casa, resolver asuntos familiares, una hija dislocada, una actriz que le ronda y una ex que está al acecho como la voz de la conciencia y aprender cómo manejar el ego de otros actores, sobre todo el que interpreta Edward Norton. Aunque como en toda obra de arte que se precie, y ahí está el gran defecto de esta película, lo que cuenta es el cómo, cómo se cuenta esa historia. Viene de lejos, pero estamos en un momento en el que los creadores no quieren desaparecer bajo sus historias y se empeñan en hablar desde cumbres más altas que las de las llanas historias que proponen. Lo vemos en las novelas que cuentan cómo están escritas y al tiempo las vicisitudes del narrador que las escribe, también en el cine y las artes plásticas que toman al cineasta o al pintor como tema de la obra, aunque creo que estamos llegando al final de ese movimiento sin salida, por saturación. Alejandro G. Iñárritu, con un ego descomunal, lo que no extraña después de éxitos como 21 gramos y Babel, riza el rizo haciendo cine del teatro que hace teatro del teatro, al tiempo que habla del cine. Así que todo en la peli es de un manierismo difícil de soportar, el decorado en el que a sus creadores les ha entrado el horror al vacío, en las interpretaciones, destacando Michael Keaton, Emma Stone y Edward Norton, en la música donde se mezclan las formas acabadas y reconocibles de lo clásico (la pavana de Ravel) y las improvisaciones del jazz (solos de batería omnipresentes), en los adornos fantásticos del guión, justificados por la doble personalidad del personaje principal, entre la celebridad que fue y el Gran Actor que quiere ser, entre el hombre pájaro del cine (el Batman que Michael Keaton interpretó) y el creador maduro que quiere llevar a Broadway una adaptación de De qué hablamos cuando hablamos de amor, en el movimiento sin reposo de la cámara, hacia arriba, hacia abajo, pasando de la noche al día, captando la escena desde varios puntos de vista en un aparente único plano secuencia, en los travellings virtuosos en los pasillos interiores del teatro, en los primeros planos abusivos de los actores (que hacen visibles los tics de Keaton), en el palabreo incansable, que en la versión original subtitulada es difícil de seguir, en la superposición de temas: actuación y producción, problemas familiares, doble personalidad, rivalidad de actores, fantasía y realidad, técnicas de promoción clásicas y redes sociales, el método, a imitación del contrapunto musical barroco, sin ahondar en ninguno de ellos, es decir, una historia sencilla explicada con tal complejidad de difícil digestión para el espectador.


            ¿Es una película mala, aburrida? No lo creo, pero tampoco buena o entretenida. Sí, en la pantalla grande no he despegado los ojos, ni me he puesto a pensar en otra cosa, como cuando la mente se te va si estás con una chica que no te acaba de gustar, entre otras cosas porque sucede tanto al mismo tiempo que si quieres entender lo que pasa has de estar muy atento, pero en la pantalla pequeña (la he visto dos veces, a lo grande y a lo chico) se desconecta rápidamente y se pasa a otra cosa. A los críticos les ha encantado, les gustará también a los que van al cine a ver cine, el cómo está hecha, no les gustará, creo, a los que van buscando vida, lo que pasa en la calle. Pero la ambición de Iñárritu es grandiosa, de eso no hay duda.

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