Simon
Wiesenthal (SW) pasó por varios campos de concentración, entre ellos el de Mauthausen.
En Los límites del perdón rescató una experiencia de 1943, en el campo
de Lemberg. El libro comienza describiendo los girasoles que ve en las tumbas de
los cementerios alemanes y por contraste su miedo a acabar en una tumba común
sin identificación alguna. Cuenta el horror del campo, la vesania nazi, como van
cayendo amigos, conocidos y desconocidos. Luego entra en materia. Un suceso a
las afueras del campo, mientras era obligado a limpiar un hospital, al que
llegaban soldados alemanes heridos. Fue conducido por una enfermera a la cámara
de la muerte de un soldado, un tal Karl Seidl. Este lo llamaba por ser judío,
un judío, para pedirle perdón por sus crímenes cometidos un año antes, entre
ellos uno especialmente inhumano. Le habló de su familia cristiana, de su padre
que no le aprobaba haberse alistado en la empresa nazi. Le confesó el soldado cómo
encerraron en una casa de dos plantas a los judíos de un pueblo, cómo fueron
amontonando a muchos que iban llegando de otros lugares hasta no caber más. Unos
300. La rociaron de petróleo, la prendieron fuego. El soldado recordaba
vivamente a los judíos que saltaban por las ventanas, a quienes disparaban. Atribulaba
su conciencia una familia y un niño a quienes él no perdonó la vida. Mientras
le hablaba a solas en la cámara, le cogía a Simon de la mano. Éste no podía
contener su repugnancia. El soldado alemán parecía sinceramente contrito, pero
Simon se veía violentado interiormente. Simon le retiró la mano. Cuando le
pidió que le perdonase, Simon se quedó en silencio. Días después, cuando fue
llamado por la enfermera una segunda vez, no aceptó el paquete que le entregaba
de parte del soldado fallecido. Después, en los barracones del campo, Simon
comentó el suceso con sus amigos, dos judíos, que le dijeron que no podía
perdonar en nombre de quienes habían sido asesinados, y con un seminarista
polaco, que opinaba que la misericordia de Dios es infinita y que debía haberle
perdonado. SW quedó con la conciencia inquieta y acabada la guerra fue a
visitar a la madre del soldado para verificar la certeza de lo que el soldado
le había contado. La madre le dijo que había sido un buen hijo, educado en la
religión cristiana, que se afilió a las Juventudes Hitlerianas contra la
voluntad de su padre, un socialdemócrata, y después en las SS, donde comenzaron
sus crímenes, cosa que la madre no sabía, y a quien SW no quiso sacar de la
ignorancia para no añadir al dolor de la pérdida el de la ignominia.
SW publicó Los
límites del perdón en 1970. Al mismo tiempo pidió a una serie de
intelectuales, judíos y cristianos, que le dijesen qué habrían hecho ellos en
su lugar, si había hecho bien quedándose en silencio, no perdonando al soldado
alemán. El relato y las respuestas de sus corresponsales: teólogos, líderes
políticos, escritores, juristas, psiquiatras, activistas de derechos humanos,
sobrevivientes del Holocausto, hasta un antiguo nazi –Albert Speer- y víctimas
de genocidios recientes, en Bosnia, Camboya , China, y Tíbet, hasta un total de
53, que contestaron en dos tandas, diez en 1970 y el resto en la edición de 1996,
es lo que acabo de leer en una edición de este libro, publicado en España por
vez primera en 1998. Esta es la cuestión planteada: el perdón. ¿Podemos perdonar
a un criminal arrepentido? ¿Podemos perdonarlo en nombre de los asesinados? ¿Son
los crímenes nazis de tal magnitud que no cabe el perdón?
SW perdió a
89 familiares durante el holocausto. Tras la guerra montó una oficina para
recoger documentación que sirviese en los procesos judiciales contra los criminales
nazis en Núremberg y en Stuttgart Fundó el Centro de Documentación Judía y posteriormente
el Simon Wiesenthal Holocaust Center, cuyo objeto era la búsqueda de nazis
camuflados una vez acabada la guerra.
El lector
actual, tantos años después, se encuentra un caso particular en unas
circunstancias precisas. ¿Qué puede pensar? No lo podemos reproducir: yo no
puedo ponerme en el lugar de Simon Wiesenthal, ni tampoco, y podría ser una
pregunta tan pertinente como la que hizo a sus corresponsales, en el lugar del
joven nazi moribundo. Por tanto, el arrepentimiento y la expiación, el perdón o
el silencio quedan reducidos a la conciencia de aquellos dos individuos
atribulados en ese momento preciso. Antes o después, el joven nazi, vivo aún,
encuadrado en su unidad de las SS o repuesto de sus heridas o victorioso en el
guerra, quién sabe, y el joven SW, acaso asesinado como sus compañeros en el
campo de exterminio o reflexionando algunos años después, como de hecho lo
hizo, no hubieran visto las cosas del mismo modo, si hubiesen tenido la
oportunidad. Muchas décadas después, nosotros como lectores de aquel suceso
narrado por SW, lo contemplamos y debatimos con sosiego, calientes y acomodados.
Quiero
decir, hay que separar dos esferas, la de lo privado y la de lo público. La
actuación personal está determinada por diferentes causas: genética, religión,
ideología y moral propias. Una esfera que debe resolver sus cuitas
interiormente, salvo si amenaza a la colectividad. La esfera pública es la de
la convivencia, debe estar por encima de las creencias particulares y de las
ideologías restrictivas. Es el dominio del consenso, de la ley y de la
justicia. El perdón es una cuestión individual, forjado en la conciencia, de la
que sólo es responsable la persona que se muestra dispuesta a perdonar. Lo
mismo sucede con el arrepentimiento. La justicia debe juzgar hechos y ser
ciega. No debe estar determinada por opiniones fundadas en sentimientos
religiosos o en opiniones políticas, es decir, de partido. Es inadmisible que
un acto privado, el perdón del verdugo por su víctima, se convierta en un acto
público con intenciones políticas, como hemos visto últimamente. Desde la
esfera pública no debe importarnos el arrepentimiento, si es que lo hay, de los
verdugos (nazis, etarras), ni si las víctimas quieren ejercitar el perdón. Esos
deben ser actos previos o posteriores a la justicia, sin incidencia en ella. La
ley y la justicia deben actuar con rigor, implacables. Todo el mundo debe saber
que el nazismo no puede volver a repetirse, que el crimen político no va a
quedar impune.
Sin
embargo, si el mundo fuese una esfera perfecta y cristalina los principios
serían claros y absolutos. No matar, por ejemplo. Sería fácil desarraigar de
cuajo cualquier brote de maldad. Es el mundo de las religiones y
desgraciadamente de las ideologías extremas. El mal en forma de herejes, de
burgueses recalcitrantes o de judíos es lo que quisieron desarraigar, en
diferentes épocas y grados, el Tribunal de la Santa Inquisición ,
el stalinismo y el nazismo. Pero el mundo en que vivimos no es puro ni
cristalino. No hay conciencias puras sino determinadas por su circunstancia:
genética, psíquica y social. Cómo combatir, entonces, el mal y la inhumanidad:
con leyes cada vez menos imperfectas y con la educación moral. Por ejemplo,
enseñando a los tiernos que el asesinato es imperdonable y que a los asesinos
de crímenes como aquellos les espera la cárcel de por vida, pero no podemos
encerrar a todos los alemanes cómplices de los nazis, ni a todos los vascos
comprensivos y mudos ante ETA, ni a nuestros padres o abuelos que colaboraron
con Franco o la
Falange. Tenemos que seguir viviendo, con el ideal de perfección
de frente y a lo lejos, aunque no dispuestos a olvidar ni a perdonar.
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