La
intromisión del narrador en la historia es tan antigua como la novela, pero
recientemente ha ido ganando mayor espacio. Lo vimos en Austerlitz, publicada
en 2001, y en otras novelas de G. H. Sebald, también en la novela de Javier Marías
Negra espalda del tiempo, de 1998. Mi recuerdo me dice que era un
narrador al servicio de la historia, que era una especie de alfombra por la que
pasaban los personajes principales, quizá esté equivocado y deba volver a
leerlas, lo que no me desagradaría porque me gustaron mucho. Ahora, algunos
años después, se ha puesto de moda entremezclar al narrador con el sujeto
principal de la historia que se cuenta, de modo que lo que le sucede, si es que
sucede algo y no mero revoloteo conjetural, es tan importante o más que la cosa
que se dice querer contar. Es lo que ocurre con novelas, si es que lo son, como
El impostor de Javier Cercas o Como la sombra que se va de
Antonio Muñoz Molina, en las que el yo del narrador es tan invasivo que quita
el atractivo que pudiera tener la historia principal, la del asesino de Martin
Luther King en la última y la de Enric Marco, el hombre que se hizo pasar por
superviviente de los campos de concentración nazis, en la primera. El yo
engalanado se exhibe como en una pasarela y desde ella va señalando a los
personajes sentados que lo contemplan en un caso y en el otro la angustia y
retorcimientos morales del yo que cuenta la historia son tan importantes como
la impostura de aquel que se hacía pasar por víctima sin serlo. ¿Qué añaden
estas estrategias narrativas a la capacidad de la novela para contar mejor?
Desde mi punto de vista, no añaden sino que restan, son novelas que se hacen
muy pesadas, que restan agilidad a la lectura, que diluyen el interés que el
sujeto principal pudiera tener. Yo no he podido con ellas. Una buena crónica,
un ensayo histórico o biográfico me hubiesen entretenido más. Cabían otras
opciones claro está. Convertir al yo en protagonista principal y sumir
cualquier historia con la que se va topando en el río de su propia cotidianidad,
que es lo que hace el noruego Knausgård, en su extensísima Mi lucha, con
un efecto sorprendente y original o bien utilizar al narrador como mero
trabajador de la historia para mostrar las dificultades de aproximación al
personaje que se quiere retratar como en el Limonov de Emmanuel Carrére,
lo que afianza en el lector la sensación de veracidad. En fin, quizá de lo que
se trae al final es de habilidad, de oficio, de la capacidad del escritor para
embelesar al lector, ávido en toda época de historias que le entretengan, antes
fantásticas y ahora supuestamente veraces. Quizá no se trate tanto del yo como del ego. El ego se exhibe, el yo contempla.
He tenido
la suerte de asistir en días sucesivos, en la misma amplia sala, a la
presentación de sus novelas por parte de tres espadas de la novela española
actual. El mencionado Muñoz Molina, Luís Mateo Díez con La soledad de los
perdidos y Andrés Trapiello con El final de Sancho y otras suertes. El
primero abarrotó la sala ante un público entregado aunque silencioso. Requebró
al público, a la institución que lo invitaba y a la ciudad. Su discurso, en
forma de coloquio con un periodista lisonjero, sólo se animó y ganó vuelo
cuando habló de Madame Bovary, del Lazarillo, la Celestina o Don Quijote,
lo que me reafirma en mi gusto por el Muñoz Molina ensayista al que sigo con
asiduidad. En el coloquio con Luis Mateo Díez éramos unos pocos, otro
periodista igualmente lisonjero aunque más contenido, el escritor consciente de
la dificultad de lectura ante una literatura como la suya que dobla la realidad
en mundos llenos de símbolos que hay que interpretar y unos cuantos posibles
lectores que debín ser ganados. Llevo mediada con esfuerzo y solidaridad La
soledad de los perdidos. Con Trapiello la sala estaba a un tercio de su
capacidad. Una lástima. Un escritor que no se deja nada, un torrente en que
realidad y ficción no se distinguen, al igual que su escritura es roja como la
sangre y su sangre, adivino, es del color de la tinta negra, sus palabras sobre
Don Quijote y Sancho, la materia de su último libro, hablando del comienzo del
XVII, parearían referirse al ahora mismo. Tres maneras diferentes de concebir
la novela.
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