Hay
películas, libros, veladas musicales, obras que pasan sin peso, sin mínima
huella, y sin embargo detrás, en su construcción, ha habido inteligencia y
esfuerzo. No me pregunto sobre la causa de su desastre, sólo sobre el hecho de
mi pérdida de tiempo. Aunque esa sea una sensación posterior, no mientras se disfruta
de la obra. Incluso esa vagancia, dejándose arrastrar por lo que pronto sabemos
que no vale nada, el deslizarse de los ojos sobre las líneas de Vidas
conjeturales, de Fleur Jaeggy, por ejemplo, el dejar que las imágenes de Matterhorn
vayan reflejándose en la retina sin gran efecto produce un placer desacostumbrado, no pensar,
no hallar estímulo para ello, un descanso mental que halla en la nada la
belleza que nos aguarda.
Fleur
Jaeggy en el breve Vidas Conjeturales hace como que cuenta algo de tres
ilustres escritores. Thomas de Quincey, John Keats y Marcel Schwob. Unas
cuantas frases en unas pocas páginas para situar al personaje en una atmósfera
de distinción y extrañeza y unas pocas más para relatar su rara muerte, aquello
que acaba de completar una biografía de excéntrico. La vida de los tres
literatos pudo ser de interés y sin duda debe de haber sendas y buenas
biografías que yo no he leído, pero a la autora parece interesarle más dejar su
huella, su estilo, frases que se pueden leer en duermevela. Escribe de John
Keats: “Si la conversación no le interesaba, se retiraba hacia un rincón de la
ventana, meditaba y miraba fijamente al vacío; los amigos le cedían dicho
rincón como si le perteneciera por derecho”. “Le colmaron de mermeladas y
gelatinas de grosella, que gotearon sobre una edición de Ben Johnson”. Conjeturas,
claro está. De lo que dice de Thomas de Quincey no recuerdo una palabra, una
idea. De Marcel Schwob apenas esta frase vacía: “Marcel tenía el orgullo de su
estirpe, y a menudo prefería no frecuentar a algunas personas de dicha estirpe”.
Matterhorn
permanece en mi mente como bruma: época difusa, inducción de buenos
sentimientos en el espectador, seres solitarios, débiles, cargados de culpa y sin embargo solidarios, y un fondo que señala que todos somos buenas personas, por más que a veces no
lo parezca. Un hombre de caminar rígido, que alguna vez fue feliz y mucho más tiempo desgraciado, y que asocia la felicidad a un
momento único frente al pico de la montaña suiza, recoge de la calle a otro
hombre perdido, que tras un accidente se ha quedado sin memoria y parece tonto.
Ambos cantan canciones infantiles en fiestas de cumpleaños, pero la gente,
chicos y mayores, de un pueblo de Holanda, donde el calvinismo sigue con vida, les toman por locos, tontos o gays o
todo a un tiempo. Y ya está. La sangre no llega al río porque en el fondo
todos andamos faltos de afecto y la bondad nos sobra pero no encontramos el
modo de ejercitarla.
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