lunes, 9 de junio de 2014

Vidas Conjeturales y Matterhorn



            Hay películas, libros, veladas musicales, obras que pasan sin peso, sin mínima huella, y sin embargo detrás, en su construcción, ha habido inteligencia y esfuerzo. No me pregunto sobre la causa de su desastre, sólo sobre el hecho de mi pérdida de tiempo. Aunque esa sea una sensación posterior, no mientras se disfruta de la obra. Incluso esa vagancia, dejándose arrastrar por lo que pronto sabemos que no vale nada, el deslizarse de los ojos sobre las líneas de Vidas conjeturales, de Fleur Jaeggy, por ejemplo, el dejar que las imágenes de Matterhorn vayan reflejándose en la retina sin gran efecto produce un placer desacostumbrado, no pensar, no hallar estímulo para ello, un descanso mental que halla en la nada la belleza que nos aguarda.

            Fleur Jaeggy en el breve Vidas Conjeturales hace como que cuenta algo de tres ilustres escritores. Thomas de Quincey, John Keats y Marcel Schwob. Unas cuantas frases en unas pocas páginas para situar al personaje en una atmósfera de distinción y extrañeza y unas pocas más para relatar su rara muerte, aquello que acaba de completar una biografía de excéntrico. La vida de los tres literatos pudo ser de interés y sin duda debe de haber sendas y buenas biografías que yo no he leído, pero a la autora parece interesarle más dejar su huella, su estilo, frases que se pueden leer en duermevela. Escribe de John Keats: “Si la conversación no le interesaba, se retiraba hacia un rincón de la ventana, meditaba y miraba fijamente al vacío; los amigos le cedían dicho rincón como si le perteneciera por derecho”. “Le colmaron de mermeladas y gelatinas de grosella, que gotearon sobre una edición de Ben Johnson”. Conjeturas, claro está. De lo que dice de Thomas de Quincey no recuerdo una palabra, una idea. De Marcel Schwob apenas esta frase vacía: “Marcel tenía el orgullo de su estirpe, y a menudo prefería no frecuentar a algunas personas de dicha estirpe”.


            Matterhorn permanece en mi mente como bruma: época difusa, inducción de buenos sentimientos en el espectador, seres solitarios, débiles, cargados de culpa y sin embargo solidarios, y un fondo que señala que todos somos buenas personas, por más que a veces no lo parezca. Un hombre de caminar rígido, que alguna vez fue feliz y mucho más tiempo desgraciado, y que asocia la felicidad a un momento único frente al pico de la montaña suiza, recoge de la calle a otro hombre perdido, que tras un accidente se ha quedado sin memoria y parece tonto. Ambos cantan canciones infantiles en fiestas de cumpleaños, pero la gente, chicos y mayores, de un pueblo de Holanda, donde el calvinismo sigue con vida, les toman por locos, tontos o gays o todo a un tiempo. Y ya está. La sangre no llega al río porque en el fondo todos andamos faltos de afecto y la bondad nos sobra pero no encontramos el modo de ejercitarla.

No hay comentarios: