Cómo el
crítico húngaro al que se refiere Eugenia Rico en las últimas páginas de su Los
amantes tristes, yo también he creído que el escritor que impulsaba a
Antonio a contar la historia era un hombre y no la propia Eugenia Rico. De hecho
al volver cada pocas páginas a la portada y a la solapa de la contraportada
para cerciorarme de que el escritor no era un hombre volvía a la lectura
convencido de que no era narrador sino mujer quien contaba la historia, de modo
que muy a menudo veía en Antonio a una mujer enamorada de Jean Charles y a la
vez amiga de Ofélie, justo al revés de cómo sucede en la novela, donde Antonio es
el amigo íntimo de Jean Charles, al que traiciona a su pesar, o eso parece, y
amante dubitativo de Ofélie. Y es que me resulta muy difícil tomarme en serio a
los escritores que se meten en la piel de un personaje del sexo opuesto, del
mismo modo que creo que las novelas para que sean buenas tienen que ser
autobiográficas o al menos partir de la propia experiencia vital. Esas dos
creencias quizá me han jugado una mala pasada en esta lectura que comencé con
desgana pero que poco a poco me ha ido atrapando, aunque desgraciadamente acaba
muy pronto porque apenas sobrepasa las cien páginas, aunque se extienda un poco
más en el apéndice que la autora dedica a la biografía del libro.
Como en
toda lectura lo que cuenta es la experiencia del lector, eso es lo que acabo de
reflejar, más importante incluso que aquello de que vaya la lectura. Aunque
quizá tenga que añadir unas notas por si alguien quiere animarse a meterse
dentro de Los amates tristes. El título como se ve es bonito como muchas
de las frases de Eugenia Rico, como su manera de escribir, ligera, sin el
alevoso fardo del estilo todavía, no sé en que ha devenido la autora, no he
leído más que esto. No sé si la historia podía haber tenido más desarrollo,
quizá sí, he querido saber más de los personajes, conocerlos más íntimamente
para saber por qué se comportan de ese modo, quizá no, y Eugenia Rico haya
pensado, como los críticos que la han elogiado, que el libro no necesitaba más.
Si es así su virtud está en la concisión en la manera de exponer los sentimientos, en el impulso que
les mueve a unos a no traicionar, a otros a hacerlo, y con eso habría de
bastar. Y quizá haya vidas así: lo que para unos es un leve agitar de un
pañuelo en la ventanilla de un tren que se aleja, para otros ese gesto se
convierte en un hondo pesar que les condena de por vida, a la soledad, a la
amargura o en el peor de los casos a pudrirse en un sanatorio psiquiátrico. El
novelista con espíritu de poeta se conforma con el agitar del pañuelo,
Dostoievski o Javier Marías mirarían desde el andén y darían la palabra a Jean
Charles, o quizá a Ofélie.
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