lunes, 19 de mayo de 2014

Mujeres, vírgenes, amantes



            Ese enorme edificio de Cibeles, ¿cómo lo llaman?, ¿Centrocentro? Qué querrá decir tal cosa. Una vez dentro me ha parecido lleno de aire, enormes espacios desocupados para apabullar al visitante desorientado, cuanto más desorientado mejor. Y parece haber costado una pasta. ¡500millones! Qué exageración. Cómo es que los madrileños no hacen pagar a los políticos que derrochan de ese modo. Un juguete, una pompa inflada al límite, para el gusto de un político cuyo nombre olvidaremos. ¿Con qué lo llenarán una vez se acabe la exposición temporal de la colección Masaveu? Por supuesto, me he negado a subir al mirador y contribuir con dos euros a este derroche inaceptable. He paseado con sosiego, lentamente, a pesar de todo, por entre los cuadros de la colección. Hermosos, pero no sorprendentes, hasta que me he topado con el San José y el Niño de Alonso Cano. Qué rostro tan juvenil y natural el de este San José, al igual que la Virgen de Murillo que le acompaña, esa fresca muchacha sevillana con un niño juguetón en brazos. O el pequeño, por tamaño, San Diego de Alcalá de Pedro de Mena, que ya había visto antes. Aún hay pinturas que sorprenden, que rompen los falsos esquemas que nos formamos al ver siempre las mismas obras. Menos me han impresionado la Santa Casilda de Zurbarán o la copia de El Expolio del Greco, aunque sé que son obras maestras, pero cada día tiene su afán.

Jean Fouquet (h. 1420- h.1480), Virgen de la leche con el Niño y ángeles (1451-1452). Óleo sobre tabla. 94,5 x 85,5 cm. Amberes. Koninklijk Museum voor Schone Kunsten

            Más tarde, otro momento de disfrute único ha sido el encuentro con otra Virgen con Niño, esta vez la obra invitada de Jean Fouquet en el Prado. Una obra que es imposible ver fuera del museo, porque la reproducción no capta su magia, esos colores intensos, lisos, originales, los ángeles monocromos, azules o rojos, y el gris azulado del traje de seda que ciñe el estrechísimo talle de Agnes Sorel, la amante de Carlos VII, que se prestó a hacer de Virgen, el blanco marfileño de los cuerpos y la capa, la geometrización –ese pecho esfera descubierto- de las figuras que parece cubismo a mediados del siglo XV, el corte del vestido tan moderno, los reflejos de las ventanas en las bolas del trono, los brillos en los cuerpos de los ángeles, la composición en forma de piedad. En fin, el rostro originalisimo de la virgen, ovalado, sin cejas, sin pelo casi, un cuadro que parece imposible que sea de 1452.



            Una frase del Greco que leo en la exposición La biblioteca del Greco, interesantísima para quien quiera saber de las influencias que reciben los pintores de otros artistas, del empeño por hacer de su trabajo una profesión digna, intelectual, a la altura de los escritores o de los arquitectos, una exposición para detenerse en la lectura de los textos, una frase en la que el pintor cretense señala que la obra más importante que ha visto es una del Veronés me lleva a la sala central del Prado donde se exponen las obras del veneciano y me encuentro con otra sorpresa, no Jesús entre los doctores que tantas veces he admirado, ni el Moisés salvado de las aguas, Las bodas de Caná o Susana y los viejos, tema que tanto me había impresionado y excitado siendo yo un chaval cuando miraba las ilustraciones de la Biblia, sino Venus y Adonis, cuadro que no veía, apagado por el brillo y el tamaño de los otros. Me quedo extasiado ente ese rostro sereno pero contrariado, estático, a punto de descomponerse al saber que su amante, que reposa en su seno, va a morir tras una partida de caza, que intenta con un inútil gesto de su brazo apartar de sí esa premonición. Qué hermosa composición, que armonía de colores claros de las vestiduras y las encarnaciones, en contraste con los sombríos del boscaje y de las nubes, tan distintos de los de Tintoretto, su gran rival.

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